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Miércoles, 28 de noviembre de 2007
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Creeras en milagros

Por Adrián Abonizio
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Alguien oye misa en domingo un piso más abajo. En la avenida de enfrente pasa un matrimonio en su auto bordó y propala entre las hojas de los plátanos musical a Sinatra. Algunos entusiastas, caña al hombro en sus bicicletas silban ante el temprano sol de las diez. Despreocupación. Aventura. Sanidad sacra y mansedumbre de domingo. Solo yo, insomne y expectante, vago por la casa. Pienso en otros como yo y me conmuevo. Diseminados en las horas pujantes del ocio, canjeando el sol por la preocupación, el anhelo de una jornada de paz por la palpable amargura. He asistido a cumpleaños donde he disimulado que pensaba más en el acontecimiento de congoja que estaba sucediendo en mi universo que en el homenajeado; a velorios donde hasta el muerto se veía más saludable y en sitios donde se festejaba, se descorchaba o se palpaba la felicidad yo estaba obligado que disimular mi horror. ¿Cuanto duró aquello? ¿Cuánto pude fingir mi desprecio hacia todo lo afortunado? No lo sé: me fueron dejando solo, apartando: mi ficción no era un buen disfraz y fraguó en la constitución final de una herejía. Abandoné parientes, amigos, familia y por ende, la manada. Nadie, nadie en el mundo comprendió mi dolor y mi ansia de vivir. Al revés, pero vida al fin. Querían, pretendían que riera con ellos, que levantara las copas del mismo vino, que me ungiera de despreocupación y de paseo. Ignoraban mi preludio de guerra, mi pena futura. Me transformé en un monstruo naval con la proa dirigida hacia latitudes de pánico. Me apartaron, vilipendiaron, mancillaron, olvidaron. Sobrevivo en la parodia de una omnipresencia divina que va a interceder para evitar mi drama. Me he vuelto supersticioso, cada detalle es una señal, cada voz una advertencia. La tevé y la radio lucen crespones a sus costados. Anhelante, he deambulado por corredores de médicos con mi hipocondría, he consultado a brujas y a magos. Ando medicado, psiquiatrizado, terapeutizado, aterrado. Dejé de trabajar, he gastado los magros ahorros en todo este infortunio que ya sobrellevo con la sola companía de la soledad. Un apestado, un fósil de risas vencidas, un fantasma inerte, un adiós. Leo novela negra, poesía trágica y oigo a Zitarrosa todo el día. Los diarios del lunes son una pesadilla y la matemática es una ciencia del horror: saco las cuentas y nunca dan, sumo y nunca alcanza: es la economía pero del estremecimiento. Vivo en la trinchera y ya a nadie tengo: mi novia se ha ido a lo de su mamá, harta de esta tragedia. He espantado hasta el perro. Nadie alcanza a medir mi miedo al vacío. He pensado en una cura de sueño, donde me adormezcan hasta fin de julio del 2008, cuando ya haya terminado todo este interludio de desangradero pero no puedo. Siento que debo estar de pie, con lo que me queda para asistir a esta escena de caza mayor donde uno mismo es la pieza a cobrar. Creen que estoy enfermo, que tengo algo terminal, que mis días están contados y que ¿moriré? Todo esto puede ser posible, además. Nadie o muy pocos saben lo que es vivir con esta incertidumbre. Arriba brilla el sol, en lo alto vuelan las palomas, las nubes, gordas, blancas en salud navegan por la altura, los aviones rozan la estratósfera. Yo estoy tirado aquí abajo leyendo la tabla de posiciones de mi equipo.

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