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Lunes, 24 de diciembre de 2007
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Veraniegas

Por Sonia Catela
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Uñas. Cuando te las hunde en el omóplato pescándote con sus anzuelos, los tragás voluntariamente, contento de que te enganche y te arrastre, en lidia de corcoveos y lomos tensados, pez sobre el colchón. No hay pormenor que lo desmerezca: su cuerpo formidable ensandwichado con el tuyo en el oleaje de las sábanas, B. B King presidiendo el escenario donde ambos protagonizan el acto principal de la especie, los aplausos que coronan la apoteosis: saxo, un blues, sus uñas, y tus estertores tirado en la costa, expulsado del agua, fuera de Vanesa. Boqueás. Burbujas, jadeos.

Entonces, o antes, o al regreso del tocador o sentada sobre el taburete, procede a uno de sus trucos por los que se pagarían miles en un circo francés; se introduce una de sus largas uñas y devana de su vulva una rosa impecable, singular, que plantás bajo tu olfato y tu lengua, (la entierro en mis fosas nasales, mareante) o extrae esa manzana que tiende, desnuda como Eva en la pintura de Durero, y que engullo, perfumes de la fruta y de su fruta, atontado, porque aunque el vaivén ya haya concluido, el telón comienza a levantarse nuevamente y anuncia el segundo acto.

"Así que vivís solo".

"Larva en su cubículo".

"Eso puede arreglarse ¿no te parece?"

Se retoca los labios, apurada; me atiza el bollo de papel manchado con rouge, tintinea y se queda aunque se vaya y el ómnibus la aleje hacia su consultorio.

Anzuelos. Las largas uñas casi óseas. Ayer amanecí cubierto de sus recortes rojos; se había deshojado sobre mi humanidad tendida; recogí los pétalos duros, los desparramé en la cama, restregué sobre ellos las costas, y a la noria de 9 a 17.

Duerme aquí casi todas las noches, "¿Cuándo me mudo...? ya tengo listas mis cosas". Coquetea. De pie sobre mí, coloso de Alejandría, muslos abiertos, orina globitos iridiscentes que flotan en el dormitorio, vuelan, pompas a la deriva, salen por la ventana, la puerta. "¿Puedo fotografiarte?" me desespero. "De ningún modo".

Si no fuera por esos residuos descuidados en el toallero del baño y en el cesto de ropa sucia. Si no fuera porque descubre que mi zoológico doméstico aloja a una mascota indeseable, que lleva alianza y pertenece a la especie legal de las esposas: Rina. Si no fuera por mi negligencia al preparar el escenario de soltero antes de su llegada, Vanesa ni siquiera hubiera sospechado la existencia de mi consorte, radióloga de turno noche a perpetuidad. Pero se descuelga con el par de bragas y el corpiño que acaba de hallar en el WC: pruebas de estado civil casado. Saco excusas; caen como naipes falsos. En uno de sus pases de magia Vanesa consuela: "de alguna manera nos arreglaremos, vas a ver"; sus uñas escriben en mi espalda besuqueos que leo en Braille, "te quiero, nos acomodaremos". Me le abrazo y tiene que arrastrame mientras camina hasta la puerta del departamento a puros "tonto, tonto, debiste decírmelo... Pero nos arreglaremos".

En nuestro siguiente encuentro hace sus pases, y de su boca inferior expele el caramelo achocolatado que desagota directamente en mi cavidad bucal; sabe a dioses. El universo recupera su orden.

Cómo imaginar que daba pero tomaba y que en estos últimos siete días usó su cueva de Alí Babá para llevarse el anillo de diamantes que Rina había disputado en una herencia a costa de traiciones y rupturas, las esmeraldas que trajimos del viaje a Colombia, el cintillo matrimonial, la pulsera con números de los aniversarios de enlace que celebramos siempre en Punta del Este, cómo imaginar que encima dejaría una nota en el alhajero: "tontito, a la cama fui y volví por vos, pero esto es obra de caridad: las joyas las desparramé entre parroquias y sociedades benéficas; tengo en mi poder los recibos correspondientes, te invito a examinarlos en casa la noche que quieras", me escribe a mí pero le habla a Rina, quien arruga el papel chasqueando dedos, dientes y pelos. Cuando vuelvo del trabajo, la llave no funciona. Mi mujer ha cambiado la cerradura de la puerta de calle y me desaloja sin más trámite. Seguramente se escuda en una orden notarial que tan barato le resulta emitir a alguno de sus agradecidos pacientes del cuerpo judicial. Tramposa. Ando de camisa y vaquero, siete pesos que no abultan mi bolsillo, más veinte centavos depreciados, mi entera documentación secuestrada y a pagar por ella el rescate que fijará mi verduga.

Corro a buscar asilo en las fragancias de la maga. No logro respuesta de su portero eléctrico hasta el quinto intento. ¿Alguien duerme a las siete de la tarde? No Vanesa. Susurra por el aparato: "Ahora no puedo, ¿por qué no avisaste con tiempo?". Cuida que no se despabile el secretito desnudo y erecto que, a su lado, la acaricia y urge. Con que ésas. "Esperá, tengo algo para vos", sigue (apenas se le entiende el rezo), "te lo bajo con el conserje". La mano cancerbera me tiende una cajita y cierra con estrépito. Tanta celeridad señala que la sentencia de despacharme sellaba mi destino con irritante antelación. Abro; una nota: "para que no me extrañes" acompañada de una colección de lascas de sus uñas pintadas, más recibos que prueban la donación de las joyas, tomados con un clip, clip que me prensa la nariz, los pómulos y me rasca pucheros. Doy unos pasos, me derrumbo sobre cualquier umbral; a la altura de mis lágrimas, el caderear de una fémina. Bajo su zarandeo, todas las mujeres de mi vida desfilan vertiginosamente ante mis ojos. Pero he sobrevivido, me palpo, entero, y esta hembra que se aleja merece gentilezas. De un salto me acoplo al bamboleo de sus bendiciones traseras, que menean un ritmo y piden palmas, salsa, manito. Atrás, en el portal remolinean las alas recortadas de las uñas de Vanesa, mariposas que cobran vuelo y se dispersan en todas las direcciones. Atrás.

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