A la misma hora que Philip Marlowe y Sam Spade (o Bogart y Mitchum, lo mismo da) conversaban y fumaban y bebÃan en la mesa de un café poco iluminado, con el pianista que intentaba imitar a Teddy Wilson y no le iba mal del todo, con el anciano que en realidad no era tan anciano y les disparaba y morÃa (o parecÃa morir) y se ponÃa de pie y mientras se iba los amenazaba, con las dos rubias solitarias, maduras y bien dispuestas al amor, con los mozos, las mozas y el barman que entraban y salÃan, a veces los reconocÃan y a veces les hablaban como si fueran recién llegados, a esa misma hora que podÃa ser la de Chicago o Los ╡ngeles, en Rosario don Nicanor Pérez y mister Wingren representaban una escena similar. A decir verdad, nos hubiese gustado (a Fernando, a mÃ) pensar que nuestros amigos repetÃan el diálogo de Marlowe y Spade (o de Bogart y Mitchum, es igual), pero no podemos asegurarlo. Y después de lo que pasó ya no lo sabremos jamás.
Sà sabemos que ambos intentaron que el azar estuviese presente lo menos posible en su encuentro y se citaron de antemano y me avisaron por teléfono. HabÃan sido tantos los dÃas de ausencia y silencio que fue una sorpresa placentera escucharlos. Los dos dijeron más o menos lo mismo, con palabras diferentes probablemente, pero el mensaje habÃa sido idéntico en su esencia. "Hemos resuelto el caso, el viejo caso que ya a nadie interesa". "No molestaremos más con nuestro relato, será un alivio para unos pocos o unos muchos, nunca se sabe". (Creo que la aclaración, con algo de resignada ironÃa, fue de Nicanor). "No quedan cabos sueltos, o si todavÃa existe alguno yo no consigo verlo" (Esta frase, estoy seguro, la habÃa pronunciado el obsesivo mister Wingren). "Debemos vernos; sólo en persona podemos dar cuenta de tantas infamias y deslealtades". "Nos encontraremos" (Esto último lo habÃan afirmado los dos, pero no me dieron precisión alguna en cuanto a dónde diablos iban a reunirse, ni a qué hora. Yo quise preguntarles, puedo jurarlo aunque Fernando no me crea, pero en ninguno de los llamados tuve tiempo y cortaron).
Asà que partimos a buscarlos en aquellos bares en los que suponÃamos que podÃan estar. Fernando, debo aclarar, estaba molesto, muy molesto, por mi supuesta distracción, por mi evidente (para él) olvido. SabÃa que cualquier cosa que dijera lo harÃa enojar aún más, y por eso le expliqué una sola vez que no estaba distraÃdo cuando Nicanor y mister Wingren me llamaron, que no me habÃan dado ningún detalle acerca del lugar ni el momento de la cita y que exactamente por eso no me habÃa olvidado de nada, porque mal podÃa olvidar algo que no sabÃa. Nuestra búsqueda empezó en el edificio de la Bola de Nieve: apurado, con el ceño fruncido, caminaba Fernando; yo andaba más lento y sereno. Ese fue el comienzo de un largo recorrido que nos harÃa llegar tarde, irremediablemente tarde.
Lo ignorábamos entonces, pero mister Wingren y don Nicanor, ya sentados en la mesa del café que ellos suponÃan era el único al que se nos ocurrirÃa ir y por eso nunca habÃan dicho de cuál se trataba, se preguntaban, entre otras cosas, cómo harÃan para dar a conocer algunos nombres que hacÃan de la historia algo particularmente siniestro. SabÃan, mientras disfrutaban con deliberada parsimonia un gin tonic (mister Wingren) y un whisky (don Nicanor), que iba a ser muy difÃcil desenmascarar a los culpables, a los directa o indirectamente culpables. Ya todo estaba en juego, eso no podÃan dudarlo, y estaban decididos a no dejar nada a un lado, a menos que lo imponderable ocurriera. Y eso, se repetÃan entre el humo dulzón de sus cigarros (mister Wingren raramente fumaba, pero habÃa aceptado la invitación de don Nicanor), ya no dependÃa de ellos.
¿Qué habÃan hecho los dos amigos la mañana de aquel dÃa? Sólo podemos hacer conjeturas acaso inútiles. Sus pequeños departamentos, cuando fueron revisados, mostraron algo en común: la presencia de numerosos libros (varios apilados en el suelo), una buena cantidad de discos (de pasta y compactos), algunas botellas vacÃas y otras sin abrir (de whisky o de caña, de grapa o de gin). Sobre las mesas de sus cocinas podÃan verse tres botellas de de un buen vino borgoña (en lo de Nicanor) y una de vino blanco (en lo de mister Wingren). También habÃa fotos, muchas fotos, pero en la mayorÃa de las que cada uno exhibÃa en los estantes de sus bibliotecas o colgadas de las paredes, los paisajes o las personas eran diferentes. En tres imágenes que se repetÃan en ambos departamentos estaban juntos: una frente al edificio de la Bola de Nieve, una noche calurosa alrededor de quince años atrás, en la que también aparecÃa el padre de mister Wingren, viejo amigo de Nicanor; otra, en la que mister Wingren era apenas un niño, habÃa sido tomada en el antiguo Rosedal, donde aún podÃan verse algunos pavos reales, aquel dÃa memorable de 1973 en que nevó sobre Rosario; la tercera, la más reciente, los mostraba sentados en la mesa de un café, en la vereda, fumando. Nicanor habÃa dejado en su vieja máquina de escribir el comienzo de una nota sobre Marguerite Yourcenar y en su escritorio, debajo de su aparato para el asma y sus anteojos, una página manuscrita: "Descubrir lo que hemos descubierto no nos ofrece ninguna alegrÃa. Al contrario, se trata de esa tristeza profunda que nos causa la deslealtad de aquellos que queremos. Pero no hay remedio en comprender que lo descubierto es irrefutable." Mister Wingren, en el grueso cuaderno que usaba como diario, habÃa apuntado: "A veces imploro a ese Ser Superior en el que no creo demasiado, que haga algo que modifique el pasado, a sabiendas de que el pasado es imposible de modificar y además...". HabÃa interrumpido la frase allà y la estilográfica, cerrada, quedó sobre el texto que pensaba ser continuado pero ahora quedarÃa trunco para siempre.
Ya cansados, sin rumbo, nos detuvimos en una esquina cualquiera. El enojo de Fernando habÃa desaparecido: o bien me creÃa (cosa poco probable), o bien su preocupación ya era mayor que su bronca. En esa esquina cualquiera, en ese lugar por el que ninguno de nosotros podrá volver a pasar sin un estremecimiento, alguien nos dio la noticia. En mi recuerdo, un taxista frenó su auto en la bocacalle y nos gritó por la ventanilla abierta; según Fernando, fue un diariero quien se acercó moviendo sus brazos como aspas descompuestas mientras vociferaba palabras inconexas. AsÃ, de alguna de esas dos maneras o de ambas a la vez, supimos que don Nicanor y mister Wingren habÃan muerto. Que alguien los habÃa asesinado. El bar donde nos esperaban estaba a cuatro cuadras. Cruzamos una mirada de estupor: no se nos habÃa ocurrido buscarlos allÃ. Si al mapa de esta ciudad en la que nacimos y ahora vivimos y en la que algún dÃa quisiéramos morir se le superpone otro más personal, intransferible, el de nuestros recuerdos y vagabundeos, nuestros amores y nuestras ausencias, nuestros adioses y nuestras cenizas, una cartografÃa inexacta como el vuelo de una mosca dentro de un frasco inmenso y ajeno, entonces a partir de ese momento en ese otro mapa habÃan quedado marcas imborrables, tristes, brutales. No quisimos ir a ver los cadáveres, nos quedamos detenidos en la esquina, atónitos, sin fuerzas para movernos ni un metro más, y desde ese instante comenzamos a escuchar los relatos de la gente que pasaba, nos veÃa y se acercaba a saludarnos, a contarnos su versión de los hechos.
DecÃan que el cuerpo de mister Wingren estaba tirado en el piso, hecho un ovillo, y que desde la puerta era imposible distinguir sus facciones, que apenas se veÃan sus largos brazos y sus manos flacas y huesudas. Don Nicanor, en cambio, permanecÃa sentado, su cabeza algo ladeada y las piernas abiertas, con una expresión plácida, casi de alivio. Ambos tenÃan un tiro en el pecho y otro en medio de la frente. DecÃan que los asesinos eran dos: un rubio canoso que aparentaba unos sesenta años, parecido a un actor norteamericano del que nadie recordaba el nombre, y un tipo más joven, petiso y rechoncho, bastante pelado. HabÃan actuado con suma tranquilidad, a cara descubierta, impunes, seguros, cumpliendo un encargo de rutina. DecÃan que estuvieron un buen rato conversando en la barra: discutÃan por un auto que el rubio querÃa comprar y por un hotel en donde el petiso pretendÃa pasar sus próximas vacaciones. Cada tanto les echaban una mirada a mister Wingren y Nicanor quienes, absortos en su charla, no advertÃan lo que ocurrÃa a su alrededor. DecÃan que los asesinos no eran de la ciudad, porque habÃan pedido un "tostado de jamón y queso" y no un "carlito", y porque al salir del bar, cuando ya habÃan terminado su tarea, dudaron al cruzar la calle, como si no supieran de qué lado venÃan los autos.
DecÃan que el petiso estaba más inquieto, que varias veces se habÃa bajado de su silla y el rubio lo habÃa detenido con una discreta pero firme presión de sus dedos en el hombro, mientras ordenaba otro vaso de cerveza. Sólo cuando consideró que habÃa saciado su hambre y su sed, se limpió los labios con una servilleta de papel y le hizo un breve gesto a su nervioso compañero. El petiso fue hasta la entrada y se quedó con las manos en los bolsillos, mirando hacia adentro. El rubio se movió entre las mesas, ágil, inmutable, hasta que llegó a la que ocupaban mister Wingren y Nicanor. DecÃan que el rubio los examinó sin emoción alguna, como una paciente araña a punto de atrapar a su presa. DecÃan que el rubio tenÃa unos ojos helados y crueles.
DecÃan que mister Wingren intentó levantarse para interponerse entre el atacante y Nicanor. DecÃan que Nicanor miró primero a mister Wingren con algo de tristeza y luego al rubio, sereno, cansado, y torció su boca en una sonrisa breve. DecÃan que el rubio retrocedió un par de pasos, quizá para tener un mejor ángulo de tiro. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.