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Sábado, 26 de enero de 2008
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La mujer sale de su corteza

Por Miriam Cairo *
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Levemente anestesiada pasa de ser a no ser. Sabe gritar despacio mientras los pechos se endurecen. De niña ha aprendido a respetar el sueño de los otros, aun cuando su insomnio precoz la mantenía en vela, atenta al reverbero de la sangre y el aire no se respiraba. El aire quedaba quieto, flotando alrededor del cuerpo incipiente, a un paso de la inhalación hasta que ella lo necesitara.

El hombre dormido en el costado de la cama está más satisfecho que un muerto lleno de muerte. El varón resopla su descanso mientras ella se asiste delicadamente. Suave y consentidora la mano gira en torno a la pequeña órbita. Uno a uno bajan los diminutos astros del cielo y forman una ronda alrededor de su sexo. Ella sabe que su cuerpo es su alma. Rememora todo lo hecho, imagina lo que aun podría hacer y vuelve a seducirse con los pensamientos. Se demora en el delicado acontecimiento del propio tacto en el propio verso y ya muy debilitada percibe que el crepúsculo siempre está listo para retozar en el cielo. En un instante las aguas de todos los mares y de todos los ríos se han mezclado. De sus piernas brota un tímido manantial, un hilito de agua pegoteado en los dedos que se da el gusto de probar.

En tanto el hombre duerme sobre su propia sangre inocente. Esa inocencia no sólo corrompe su dormir sino también su soñar. ¿Y si ése fuera el modo en que los hombres mueren? ¿Si muriesen por tanta ingenuidad?

El pequeño universo gira, gira y suda entre los dedos. El aire ligero y puro aguarda, en la punta de la boca, ser respirado con desesperación pero ella lo reserva. Agoniza dulcemente expulsando cada partícula de oxígeno. El corazón apenas trabaja. El cerebro es presa de una suicida inhibición. Mientras está adentro de sí misma se hace más liviana el alma. Todo lo demás excede la obviedad obscena de las cosas y lo ausente se vuelve presencia. Lo que no está aparece con su más impuro aspecto de realidad. La caricia se encarna y ella juega a no ser descubierta. Sabe ocultar el estallido de la cápsula. Sabe engullir la implosión, contenerla adentro de la carne para que el hombre dormido no despierte.

El hombre duerme al igual que todos los seres del medio mundo. Ella estira uno a uno los encrespados pelos de la desnudez. Configura en la memoria el sopor voraz de la inocencia. Se ahoga en lavas, se ciñe en anillos de jade, se enrosca en ramas de ciruelo, flamea como una falda con volados. El hombre duerme con su majestuosidad echada entre las piernas.

La femínea mente se llena de una alegre maldad. Enormes sandías sangran su aurora. Sobre el río del ensueño se desliza la barcarola tripulada por pequeños sátiros que usan su pene como echarpe. El Atlántico cabe en una pecera. La muralla China está transpirada. Los culos redondos de las mujeres altas abren su ojo de buey. Con las dos manos las mujeres estiran los párpados de nalga. Las mujeres pequeñas se ponen en puntas de pie. Bailan "Chelsea Bridge" sobre las mesitas de luz. Tan lento bailan que sólo por ello se las podría estrangular hasta el deleite. Pero no quieren ser asesinadas y de un salto se cuelgan de los ventiladores de techo con las piernas abiertas. En el aire hacen la danza de la lluvia y del viento. Ella no necesita respirar. Ella se asesina con su propia asfixia. Ella cuida el sueño del que no está difunto. Una nube la eleva, la eleva hasta el infierno y Satanás la atrapa con su red ebria. Ella pide al demonio que le impida respirar mientras se retuerce agonizante en las sábanas del caballo dormido. Le da de beber al diablo de su pezón iridiscente. Espera que un sátiro desenrolle su echarpe y se lo pase por el ano. Hay en el aire una blandura penetrante. Una caravana de ángeles moluscos se estrella contra la almohada. Chorrean por las ventanas las salivas del mundo. Dios derrama en una olla de vidrio el líquido viril. Revolea sus divinos calzones de batista y cae en un trance de tenue estupidez. Las feligresas de todo el mundo se agarran las coronillas y los hombres levantan el viento con la mano. El Atlántico cabe en una taza de té.

El hombre duerme y la sangre humana se vuelve inhumana. La sangre líquida se vuelve espesa. La sangre es la negrura y la pesadez de un océano que nace del cerebro. Un aleteo de peces hace de la sangre un nimbo tempestuoso. El océano del cerebro se derrama en una involuntaria micción.

Se humedecen las sábanas. Los ángeles moluscos hacen cola en el infierno para adornarse con anémonas de tul. La cabeza calva del hombre dormido aún conserva un hilo de baba como un hilo de memoria. Una huella del banquete infernal. La evocación del bocado, del sorbo, de las burbujas colapsa en el centro de la roja aurora que pide más y más frenesí. Entonces se destapan los orificios nasales. Entra a borbotones el desesperado oxígeno luego del agónico amor y el hombre dormido estira la mano. Alcanza la frente que hierve por el fuego de los pensamientos y suavemente tira la tacita de té. El Atlántico se derrama por la almohada y lentamente va en busca de su cauce. La mujer que salió de su corteza ahora duerme, y el hombre también.

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