Hay demasiadas teorÃas para tan poca cosa como es patear los penales. Una precariedad temporal para extenderse sobre lo que no hay que hablar, como un códice, como el amor. Que es una loterÃa, que es una ciencia. Adivinación, velocidad de la córnea en milésimas, punterÃa como algo sagrado. Cada cual con su librito de dogmas y su empirismo. Cada cual con su arrebato o su paciencia, su mufa o su acierto. Pero hay imponderables que opacan o confirman los dichos: se levanta un cachito de la mata de pasto que el pateador intentó pegar al piso y sonaste; la bola se estrella contra los paravalanchas .Se hunde en la marquita blanca y salta el caño de arriba como un canguro. Por todo esto es que sugiero se me permita mostrar esta breve gragea acerca del arte obtuso, primitivo y también exótico que culmina con la pelota entre en las mallas merced al tiro detenido.
Doce pasos que el árbitro ya no cuenta vaya a saberse porqué. Sucedió en Echesortu, Pellegrini al fondo, cuando esa avenida de tránsito pesado, lavaderos y fierros era la pampa misma. Cancha Carrasco. El Tuly, el Negro Tuly, el mejor pateador de penales que hayamos visto. Será que eramos chicos, será que las grandilocuencias, las leyendas lo situaban al Tuly como un héroe, lo cierto que aquella tarde ventosa se descubrió, mejor dicho descubrimos nosotros, que lo del Tuly no era talentosa certeza sino una calamidad del que observa el decorado trunco en su pelÃcula favorita.
Lechuga se tiró en el área como si hubiese recibido un balazo. El árbitro compró y la indiada vitoreó; penal, penal para nosotros y lo patea el genio. Toma la pelota y la lleva al punto que marca el referÃ. Eramos cinco o seis pibes en la masa, no recuerdo bien. Estaba con nosotros el Gordo Topazzio, patadura que jamás habÃa visto de cerca un partido, con alambrados y redes, un partido en serio quiero decir. Lo llevamos por pedido de su madre y él se estuvo quieto, fascinado como ante una tormenta en altamar desde la costa.
Toma carrera el Tuly, golazo. Todos festejamos. Topazzio, con su vocecita mÃsera se anima a decir en medio de la algarabÃa. Los patea raro. Como, raro?, contesté yo que era el único que le daba cabida en el grupo victorioso de promesas de la globa. Si, cierra los ojos asÃ. Y puso cara de chino inflando los cachetes. Dejate de joder. En serio fÃjense, respondió ya más resuelto. Nunca harÃa eso, se defendió Ahumada como si le hubiesen puteado a su madre.
El asunto siguió, la siguió el Gordo que habÃa por fin encontrado un argumento donde situarse en el centro; Leguiza hasta lo apoyó narrando que también "le habÃa parecido, una vez lo miró fijo y le habÃa parecido". En la tardecita siguiente, ya olvidados del asunto paséabamos gomera al cuello cuando vimos en la ochava del club al Tuly y a otros, achispados por la cerveza, riendo, sentados frente a las mesas de la esquina del SolÃs. Asistimos, con pavor a la detención del gordo y su enfilar derecho hacia el grupo. Era nuevo, desconocÃa que eso no habÃa que hacerlo, a los mayores y a los héroes no se les cuestionaba ni el saludo. Todos nos acordábamos del asunto de los penales. Lo seguimos y alcanzamos a oir la pregunta fatÃdica. Le va a pegar, pensamos. Che, Tuly vos pateás los penales con los ojos cerrados, no? Hubo un silencio de catástrofe y lo que siguió fue la respuesta del Negro, olvidado de la compostura, el honor, muy divertido con sus palabras. !Claro, gordo, como en todo! !A la vida hay que espiarla, boludo. Si la mirás de frente te quema hasta el ojete!
Las risotadas cerraron la filosofÃa, festejada con un chocar de vasos. Anduvimos cabizbajos pero esclarecidos de golpe. Ilusionados por una nueva puerta pero decepcionados. ¿No habÃa arte, entonces? ¿No existÃa la clarividencia? ¿No habÃa magia, la suerte trabajosa del perseverante, la fortuna del obcecado, Dios mismo? Las revelaciones, los descubrimientos, las epifanÃas no se comentan. El gordo fue respetado en la barra que de allà en más ignoró los trayectos del Negro Tuly, pero como un mortuorio pero potente homenaje lo empezamos a copiar: se empezó a practicar, dientes menos, porrazos varios, el andar con los ojos cerrados en bici, caminar un tapial, acertarle a los gorriones o al óvalo del inodoro, servirse la comida, oir cine de Super Acción.
El Gordo, para confirmar su favorable magnetismo, se animó a cruzar Avellaneda con los ojos cerrados. Un camión de sodero lo llevó enganchado hasta que lo largó allá, a la altura de San Luis como una foca sobrante del ataque de una orca. Me contaron, no me animé a mirar. Sobrevivió y fue feliz en su reinado instantáneo de locura. Se puede, se puede, decÃa desde la cama de su casa de chapas. Yo voy a poder muchachos.
Hoy Topazzio, averiado por el glaucoma y la paradoja vende billetes de loterÃa en las esquinas de Alsina y Mendoza. Ha ingresado junto al arpista, el organillero, el vendedor de ballenitas extinguido a la galerÃa obvia. Todos ciegos, todos esquineros. Alguno de nosotros a veces se acerca y con voz cambiada, repitiendo el mismo chiste depreciado y culposo, compra un par. El solo dice, dale Fulano, no te hagás el boludo que te escuché frenar el auto allá por Lavalle. Contame, a ver contame como está el mundo de ustedes. Porque lo que es el mÃo, todo sigue igual. Y da el mismo respingo actuado de siempre, cerrando la escena que empezamos nosotros. !Y pensar que jugábamos a ver todo con los ojos cerrados! Qué tiempos, qué lindos tiempos cuando éramos pibes, no? Suerte que no me puede ver porque de lo contrario se amargarÃa de verme los ojos: él está vivo y a mi ya no me importa nada. Miré muy de frente a las cosas.
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