En el fondo del patio Orcuzzini tenÃa un arco de madera todo pintado de blanco con las bases celeste. Estaba allÃ, inmóvil y totémico, esperando le pateasen. Encima, uno entraba a ese patio y en algún lado, siempre cerca habÃa una pelota para un pie. Una Pulpo de goma, una amarillita de plástico duro, recuerdo, y dos o tres de gajos nuevecitas. La mamá de Orcuzzini siempre nos invitaba a jugar armando sebos distintos, como si fuésemos pescados hambrientos: tarta de manzana, la leche chocolatada servida religiosamente, dibujitos posteriores proyectados en un Cinegraf o el postre lúdico de la Scalectrix. ¿Porque la madre y no él? Porque al Tino, como le decÃan, le costaba hablar, cursar invitaciones y si no Ãbamos él no se enganchaba en las correrÃas de tirar piedras ni cazar gatos y menos aún de jugar a la pelota por ahÃ, a suerte y verdad de la derrota con el plus de algún ojo morado. El Tino no iba a ninguno de esos lados. "No me dejan", argumentaba por lo bajo royendo una manzana en el recreo. AbrÃa una carterita limpia de la que emergÃa siempre una manzana verde. "Para mantener sanos los diente", explicaba con lógica sobrenatural. Apoyado modosamente junto al mástil, con su cuchillito plástico y el vasito retráctil para la bebida hoy lo evoco como la postal del buen alumno. Seamos francos: era distinto a nosotros, la madre querÃa que lo quisiéramos y yo, desde mi estatura filosófica que tanto dolor me traerÃa en el crecimiento, ya presentÃa aquello: que habrÃa menos Tinos que pibes como nosotros. Que estaban en el mundo de la salvajada y el sudor como una molestia impoluta, algo delicado, igual que si expusiéramos un vitreaux tras el jardÃn de tiro con gomera. Yo, yo sabÃa "eso" pero no lo podÃa explicar. Y también sabÃa lo "otro": que pertenecÃa a ambos bandos, que veÃa todo, que hacÃa sangrar pero que no pateaba a los caÃdos y que en el medio de una broma molesta, trataba de observar hondo a los ojos del damnificado a ver si lograba capturar el color de la lástima, el del miedo, el del rechazo. Si lo alcanzaba interrumpÃa el avance de las tropas aún a riesgo de una sublevación. Cuando somos chicos somos crueles, somos imperfectos como dioses griegos, impunes y sagrados, odiables y vistosos, asquerosos y queribles. Algo me habÃa puesto del bando de los ganadores pero elegÃa el otro lado, simplemente porque me sobraba fortaleza y ya como antesala de mis probables suicidios, habÃa advertido el mundo erróneo de los despreciados y lo perjudicial que significa estar solamente con los victoriosos. En esto meditaba a veces al volver del gimnasio por la tarde, transpirado bajo el buzo azul, ya con las primeras luces de los almacenes emergiendo, mientras prosperaban sobre los techos de chapa las estrellitas. Melancólico, preparándome para la que vendrÃa en serio. Mientras, pensaba. No me molestaban, me dejaban pensar. Masticaba bromas o juegos pero no sabÃan el secreto: deducÃa que el mundo era un sitio sospechoso. También pensaba en Tino y los veÃa multiplicados o encimados como figuras de cartón a tamaño real. Pensaba en su mamá y su desesperada calma por atraernos a su casa, en el padre ausente de Tino, en la pieza de Tino, tan prolija. Tanto hice que terminé como su escudero, el salvoconducto para evitarle los males, y hasta le otorgué un puesto en la zaga de los partiditos de recreo. Su mamá lo agradecÃa con obsequios. Me habÃan alquilado y yo estudiaba la situación: lo monstruoso y lo tierno conviven en una cartografÃa de infancia. Esa tarde entré tocando el timbre y manoteando la cerradura como siempre. Abierta. Hice dos pasos por una galerÃa cargada de espejos y cuadros, dà voces y un !shhhh !...largo, sonoro me hizo callar. Allà estaba Tino, llamándome a su pieza, con la ropa de su mamá entre los dedos, decidido y a la vez pudoroso, haciéndome seña que cierre con llave antes. Corrà hasta el patio: pateé hasta que me dolieron las piernas. Al arco de madera lo arruiné a pelotazos y logré reducirlo a un montón de astillas. Su mamá llegó de afuera y tuvo que zamarrearme para que no terminara de destrozarle todo el ambiente ficticio de cancha que ella habÃa estado pintando con sus manos. Me dejó en la vereda desorbitada, mientras mencionaba la palabra traición.
Por la misma calle volvà a mi casa, triste, vacÃo, extrañamente apaciguado.
No hablé con Tino ni con nadie del asunto. Eso era el mundo. En esto yo habÃa venido pensando y ahora comprobaba que tenÃa razón. Bienvenido, me dijo el dolor que te harÃa abrir los ojos hasta cegarte. ¿Vieron? La Orcuzzini sacó un arquito roto afuera, a la basura, comentaron en mi casa.
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