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Viernes, 25 de abril de 2008
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Divagaciones sin historia

Por Gary Vila Ortiz
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"Yo soy el propio infierno;

aquí no hay nadie..."

Robert Lowell

Caminamos sin asomarnos a nada aun cuando todo nos rodea, hasta eso que podríamos llamar el propio infierno. El cansancio, sintiendo la leve diferencia del peso del sol a comienzos de abril, la diferencia, pienso, entre la caminata de Leopoldo Bloom en Dublin y la mía aquí en Rosario, ese cansancio no permite, no tolera, otro esfuerzo que buscar sencillamente un café donde sentarme. Eso comienza por ser lo esencial. La noche ha sido larga, o quizá muy breve, y ahora necesito ese café corto, fuerte, y el vaso de agua, no de soda, nunca de soda, y simplemente sentarme, borrando cualquier reflexión posible sobre todo aquello posible, haya sucedido o no. Siempre he usado el reloj en la muñeca derecha. Ignoro el origen de esa costumbre que los años mantienen, me pregunto si habrá algo secreto, desconocido e imposible de averiguar, entre aquellos que usan el reloj en la mano derecha. Dejando de lado a los mancos del brazo izquierdo o de alguna enfermedad que mantiene al brazo derecho sin movimiento, debe haber un por qué de eso que me niego a considerar una pavada sin consecuencia alguna. Muchas veces, cuando escribo a máquina, me saco el reloj. También ignoro por qué. El tiempo ¿es el mismo al mirarlo hacia la izquierda o hacia la derecha? El movimiento de la mirada hacia uno u otro lado ¿tiene algo que lo diferencia? ¿Mirar hacia un lado es dar una rápida mirada al infierno y hacia el otro a lo que designamos el paraíso? Siendo así algo significa, ya que, por lo menos para algunos, abolido el limbo, yo que ahora estoy listo para tomar el café, estoy en el territorio de la nada. No existo hasta mirar hacia alguno de los lados. Mirar hacia delante es algo que necesariamente debo hacer. Mirar hacia atrás no tengo ganas y pensaré, si alguien me llama, en darme vuelta o no. Eso me obliga a observar una cuestión: el café está medio vacío. Es amplio el salón, que no es de ninguna manera decir que el salón es amplio, y hay sólo cinco mesas ocupadas contando la que estoy yo. Nueva observación: tengo el pañuelo, el vaporizador para el asma, las llaves. También tengo la plata para pagar el café. He olvidado, en cambio, el libro que estaba leyendo, la lapicera con la cual lo subrayo, los anteojos, una pequeña libreta (aunque no tan pequeña) donde apunto textos que posiblemente no servirán para nada.

La calle de abril, desde ese café en una esquina, parece como ausente de vida. Pasa un auto cada tanto y los ómnibus que van por ese recorrido. Pero eso es otra cosa. Mido el tiempo que tarda en pasar un ser humano cualquiera. Pido otro café corto. A los siete minutos pasa una muchacha rubia, distraída de todo, llevando un perro de una larga correa. El perro también parece abstraído en su propio ser. Camina, nada más. En otras circunstancias sería el momento de sacar un cigarrillo, pero nos hemos acostumbrado a que en los cafés no se puede fumar. Pienso que alguna vez el café deberá ser acompañado con un pequeño vaso de soda y el vaso grande de agua estará prohibido. También nos acostumbraremos a eso. Unos tres minutos después de la muchacha y su perro pasa un señor con sombrero y portafolio. Camina seriamente, con cierto ritmo aburrido. En ese momento me doy cuenta de que en el café no quedan otras mesas ocupadas más que la mía. Cuando quiero pedir un tercer café y un bizcocho, me dicen que están cerrando. No entiendo y entonces pregunto qué pasa. Una de las mozas me explica que cierran porque se va a realizar un acto de apoyo al gobierno y que piensan que puede haber algunos problemas. Pago lo que he tomado y me levanto. Durante algunos minutos pienso si tenemos un gobierno que necesita un apoyo extra al que le han dado los votos. Considero la posibilidad de un alzamiento, pero no me parece probable. Tampoco encuentro algún signo de una confrontación armada entre distintos sectores de la población. Alguien me dice, mientras paso por otro bar en el que hay más gente y se habla fuerte y se gritan consignas como de batalla, que lo que ocurre es nada más que un enfrentamiento entre el gobierno y un grupo que piensa de otra manera con respecto a cosas concretas. Recuerdo momentos similares que he vivido. Lo que ocurre me parece absurdo. Es como un paso hacia algo más grave, una amenaza que nos quiere decir que hay que pensar como el gobierno o mandarnos a mudar cada uno a nuestra casa y protestar de manera privada. Me hundo en el cansancio un poco más, y también en el absurdo.

Ya en mi departamento, enciendo un cigarro con enorme placer. Una sensación de inquietud me invade. ¿Cuál será el siguiente paso? El tono de agresiva advertencia me irrita. Pongo un disco de Teddy Wilson y tomo un libro sobre la Guerra Civil Española que estoy leyendo. Me estoy evadiendo, no tengo dudas al respecto. Creo que es una forma de evasión válida pues lo que me vulnera es una sensación de estupidez general de la cual se puede partir hacia cualquier otra cosa. Sin embargo, a muy pocos les parece importante lo que siento. Estamos como acostumbrados a cosas así, me dicen.

Sigo caminando. No recuerdo haber salido del departamento pero ahora estoy en una calle sin gente, en un atardecer que no es de otoño sino invernal. Camino. Hacia algún sitio debo dirigirme. ¿Hacia dónde? No me importa demasiado. Al rato, un camión con soldados me detiene y me informa que es la hora de queda y debo regresar a mi casa. Creo que me tratan con algo de consideración por mi edad. Les digo que me disculpen y les pido que me lleven. Les doy una dirección pero no es la exacta o no comprendo bien qué dirección les he dado. De todas maneras, al poco tiempo llego a mi departamento. Teddy Wilson sigue tocando, unos cuantos libros están sobre la mesa junto a un cuaderno donde es indudable que he estado tomando apuntes. Todo sigue igual. Pero ya es algo absolutamente distinto.

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