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Viernes, 6 de junio de 2008
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Por Beatriz Suárez
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Hace días en el cumpleaños de un amigo una niña de cinco años pedía a su padre que le mostrara las imágenes que registraba la máquina de sacar fotos (es decir las futuras presentes fotos). Lo hacía con una voracidad muy particular, con la ansiedad que antes se destinaba sólo a las golosinas; una nena chica colgada del brazo, rogando por ver en la pantallita lo que se acababa de fotografiar en la realidad.

Un disparo, y la consecuencia eran los gritos desaforados de esta pendeja quien al ver su propia imagen o la de la amiga o el florero se reía socarronamente como achicando a carcajadas la obvia diferencia entre el mundo y su representación en cámara.

¡Dejame ver!, imploró toda la sesión fotográfica, ¡dejame ver! sonaba como el reclamo de que le permitieran verse, ¡dejame ver! se escuchaba como "deja que por fin me vea a mí".

Era tanta la insistencia que el papá hacía una toma y luego a ella, una y ella, otra y ella, última y ella, así durante toda la fiesta.

Es más, creo que la nena quería primero ver la foto y después sacarla ya que en el apuro no sé si advertía la necesidad intrínseca del asunto que implicaba como mínimo esperar el instante que dura un clic, es decir: para ver al tío en la máquina primero hay que enfocar y sacar o, a lo sumo paralelamente se lo enfoca y se lo ve pero jamás puede vérselo en la fiesta si justo se fue al baño por ejemplo, en otro caso si las velitas no han sido encendidas no podemos tener una foto con las mismas haciendo el humo del papi verdi tu iu.

Lloraba y pataleaba porque tenía que esperar, un segundo, un instante, un suspiro, lo que duraba el dedo en el gatillo, y corría a observar lo que, recién ahí, resultaba interesante. Los primos le interesaban si estaban encerrados en la cajita. Sino no. Los chizitos tampoco. La madre menos.

Me estorbó la nenita pero además recordé mi propia infancia donde tenía una cámara Kodac cuadrada que parecía una caja de cigarrillos ampliada con rollos blanco y negro, y que sirvió para dejar constancia de muchas de nuestras vacaciones. Entonces era mágico el tiempo que mediaba entre llevarlas a revelar e ir a buscarlas. ¿Cuándo estarán las fotos?. Y cuando llegaba el día volvía a mi casa con una especie de tesoro entre las manos y revivíamos la tarde de los mates fríos en las piedras o el mediodía en el vado o el burro que pateó la piedra. Todo nuevamente. Ver las fotos era vivir unas segundas vacaciones, se le abría paso a la memoria y con ella una gama enorme de sensaciones. Emoción por vernos tostadas y ya no, por observar morisquetas y desfachateces, gestos del calor, y esa palabra wisqui en los hielos del papel duro brillante que Murados nos devolvía con el vuelto.

Y en aquellos tiempos era un espectáculo de vidriera la exhibición de fotos de cumpleaños de 15, casamientos y bautismos, ante un "están las fotos" corríamos a vernos en esos rectángulos para empañar el vidrio de emoción, la gente pasaba a chusmear lo que había sido, a verificar el evento y tal vez la vida, duplicada veinte días después.

La foto traía una noción del tiempo, de un antes y un después, era la obligatoria representación del pasado y dejaba claro un presente delicioso donde lo acontecido contaba para todos mientras nos las pasábamos cuidando de no dejar los dedos marcados. O tal vez observando las huellas digitales de lo que nos había hecho felices.

La nena no quería advertir la eternidad que yace en una foto, ese "ya" desafiaba la alegría desbordante que había en la espera de antaño, quizás por desconocimiento y no por cibernética.

Una niña sin tiempo ni edad tal vez sea el resultado de lo que hace el progreso cuando se lo malgasta frívolamente evitando la vivencia esencial del hombre con las cosas. Con el paso de las cosas. Con los minutos de las cosas.

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