Hace dÃas en el cumpleaños de un amigo una niña de cinco años pedÃa a su padre que le mostrara las imágenes que registraba la máquina de sacar fotos (es decir las futuras presentes fotos). Lo hacÃa con una voracidad muy particular, con la ansiedad que antes se destinaba sólo a las golosinas; una nena chica colgada del brazo, rogando por ver en la pantallita lo que se acababa de fotografiar en la realidad.
Un disparo, y la consecuencia eran los gritos desaforados de esta pendeja quien al ver su propia imagen o la de la amiga o el florero se reÃa socarronamente como achicando a carcajadas la obvia diferencia entre el mundo y su representación en cámara.
¡Dejame ver!, imploró toda la sesión fotográfica, ¡dejame ver! sonaba como el reclamo de que le permitieran verse, ¡dejame ver! se escuchaba como "deja que por fin me vea a mÃ".
Era tanta la insistencia que el papá hacÃa una toma y luego a ella, una y ella, otra y ella, última y ella, asà durante toda la fiesta.
Es más, creo que la nena querÃa primero ver la foto y después sacarla ya que en el apuro no sé si advertÃa la necesidad intrÃnseca del asunto que implicaba como mÃnimo esperar el instante que dura un clic, es decir: para ver al tÃo en la máquina primero hay que enfocar y sacar o, a lo sumo paralelamente se lo enfoca y se lo ve pero jamás puede vérselo en la fiesta si justo se fue al baño por ejemplo, en otro caso si las velitas no han sido encendidas no podemos tener una foto con las mismas haciendo el humo del papi verdi tu iu.
Lloraba y pataleaba porque tenÃa que esperar, un segundo, un instante, un suspiro, lo que duraba el dedo en el gatillo, y corrÃa a observar lo que, recién ahÃ, resultaba interesante. Los primos le interesaban si estaban encerrados en la cajita. Sino no. Los chizitos tampoco. La madre menos.
Me estorbó la nenita pero además recordé mi propia infancia donde tenÃa una cámara Kodac cuadrada que parecÃa una caja de cigarrillos ampliada con rollos blanco y negro, y que sirvió para dejar constancia de muchas de nuestras vacaciones. Entonces era mágico el tiempo que mediaba entre llevarlas a revelar e ir a buscarlas. ¿Cuándo estarán las fotos?. Y cuando llegaba el dÃa volvÃa a mi casa con una especie de tesoro entre las manos y revivÃamos la tarde de los mates frÃos en las piedras o el mediodÃa en el vado o el burro que pateó la piedra. Todo nuevamente. Ver las fotos era vivir unas segundas vacaciones, se le abrÃa paso a la memoria y con ella una gama enorme de sensaciones. Emoción por vernos tostadas y ya no, por observar morisquetas y desfachateces, gestos del calor, y esa palabra wisqui en los hielos del papel duro brillante que Murados nos devolvÃa con el vuelto.
Y en aquellos tiempos era un espectáculo de vidriera la exhibición de fotos de cumpleaños de 15, casamientos y bautismos, ante un "están las fotos" corrÃamos a vernos en esos rectángulos para empañar el vidrio de emoción, la gente pasaba a chusmear lo que habÃa sido, a verificar el evento y tal vez la vida, duplicada veinte dÃas después.
La foto traÃa una noción del tiempo, de un antes y un después, era la obligatoria representación del pasado y dejaba claro un presente delicioso donde lo acontecido contaba para todos mientras nos las pasábamos cuidando de no dejar los dedos marcados. O tal vez observando las huellas digitales de lo que nos habÃa hecho felices.
La nena no querÃa advertir la eternidad que yace en una foto, ese "ya" desafiaba la alegrÃa desbordante que habÃa en la espera de antaño, quizás por desconocimiento y no por cibernética.
Una niña sin tiempo ni edad tal vez sea el resultado de lo que hace el progreso cuando se lo malgasta frÃvolamente evitando la vivencia esencial del hombre con las cosas. Con el paso de las cosas. Con los minutos de las cosas.
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