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Sábado, 14 de junio de 2008
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SIENDO MUJER, ES Y NO ES COMO LOS LOBOS

Por Miriam Cairo *
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ANILLOS

Acepta visitar a su amiga en la casa de fin de semana. El panorama es exquisito. Buena decoración, buen parque, buena mascota, buena música, buena elección de vinos. Todos los aciertos apenas diluyen la tenue opacidad siempre presente en la mirada de la anfitriona.

La invitada observa con fascinación todo aquello de lo que la afortunada dispone: desde el auto hasta las alfombras, desde los CD hasta el esposo. Si comparara la línea recta mediante la cual su amiga va trazando el surco de la vida, con los trazos discontinuos con los que ella esboza el cauce de su existencia, sospecharía que el anillo de oro en el anular podría no ser un adorno sino un artículo de primera necesidad. Tal vez el salvavidas que rescata a los ahogados en noches espantosas. O el salvoconducto por donde los afortunados huyen de sus requeridoras amantes hacia sus requeridoras esposas, de los posesivos amantes hacia los posesivos esposos.

Pero aunque se vislumbre en la mirada de la dichosa una sombra mínima y oculta como tajo en el alma, como un tropiezo moral, la anfitriona, iluminada por el brillo de un mobiliario exquisito, no demuestra que haya tenido que huir, alguna vez, por el salvoconducto del anillo, para liberarse de un amorío fatigoso. Jamás ha tenido un desliz con el joven mozo de aquel bar que les sirve té con cucharitas revueltas en el orinal, ni siquiera se dejó seducir por el lúdico capulí del coordinador de taller, que enseña a escribir poemas a las poetizas que se sientan en su falda. La afortunada, en los renglones de su vida no versifica deslices sino que ostenta esposo.

La misma indiferencia dérmica que la bienaventurada trasluce por los capulíes de taller y las cucharitas de bar, se filtra, imperceptible en el modo en que no se estremece con la música, ni con el vino, ni con el esposo.

Pero esa mujer no sólo ha nacido predestinada para la fortuna material y conyugal, sino que además goza del don de elegir bien a sus mejores amigas. Una de ellas la visita el fin de semana y jura lujurioso silencio al sorprenderla en cuatro patas, desnuda en el altillo, asistida fielmente por la diestra lengua del golden retriever.

ALAS

Ella es una niña buena pero llegó el día en que va a dejar a un lado la bondad. Es una tarde de verano y todos duermen en la casa, en la conciencia, en el mundo. Si acaso alguien hubiera estado despierto, ella no podría notarlo. Si los muebles se salieran de su sitio tampoco se percataría. Ella está adentro de su descubrimiento y cualquier otra cosa que ocurra no le concierne.

El mundo descansa obedientemente porque no es momento para que nadie más inaugure u oculte su maldad.

Ella no duerme porque tiene mucho por hacer. Busca un lugar fresco y seguro en el jardín. El espejo entre las piernas le devuelve la imagen de su espléndida verbena. Hasta ahora sólo un rostro conocía de sí, un rostro menos rojo, menos húmedo, menos laberíntico, igualmente misterioso.

Separa los dos gajos y descubre una pequeña y electrizante prominencia. Qué será ese nervio minúsculo. Oprime. La llave enciende el rayo inflamado de una felicidad interna. Suelta. Oprime y suelta. Vuelve a oprimir, vuelve a encenderse, y vuelve a soltar. La repetición sostenida la acerca al primer eslabón de su feminidad. Una mariposa de alas amarillas revolotea sobre los pies desnudos, se detiene en los dedos, asciende por los muslos, llega al portal del vientre.

Con la paciencia heredada de todas las mujeres nacidas de un colmillo de lobo, se queda quieta como un malvón, no pestañea, no respira, presagia. Hasta que el pequeño animal posa sus finísimas patas, liba con su invisible boca, cosquillea con sus doradas alas. El aprendizaje con animal tan silencioso, genera un ímpetu furibundo. La quietud femínea se transforma en contracción de pelvis, en asfixia suicida, en endurecimiento de glúteos. Pero la niña sabia se cuida de aplastar aquellas alas con sus asesinas piernas.

La mariposa, impregnada de lujurioso néctar, emprende el vuelo y se marcha para libar nuevas flores abiertas de par en par a la hora de la siesta. Y la niña vuelve a tocar, vuelve a oprimir, vuelve a soltar. Luego, con un movimiento circular sobre el pequeño músculo, prolonga un mínimo tendón hasta enlazarse al deslumbrante collar de las mujeres vívidas. Los futuros sueños se agolpan en multitud y le siembran la chispa venenosa en el alma fértil. Con sus dedos de ángel la niña se desata para siempre del lúgubre collar que urden las mujeres buenas.

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