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Miércoles, 25 de junio de 2008
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Un muro

Por Federico Tinivella
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Entonces, el inmenso dragón levantó la cabeza y,

con un solo movimiento, como si estuviera bailando,

dibujó con su aliento un círculo de fuego alrededor de Budgeron,

un infranqueable muro de llamas nacidas del amor.

Richard Bach


Sobre la cama, como esos restos de turrón y pan dulce que quedan en los platos en la mañana posterior a la navidad, quedaban las huellas de una noche desolada y picante. La fiebre había sacudido la cabeza de Dreuty, que ya no encontraba consuelo en el té con limón ni en los antifebriles. Es un proceso, le había dicho por teléfono la semana pasada María Solange Bach. Amiga y consejera, compañera desde jardín maternal y novia de quinto a sexto, con una breve reincidencia en tercer año de la secundaria. María Solange era alta como el muro que dividía su casa de la del Panza. María Solange era blanca como un terroncito de azúcar, como aquellos que de niños bebieron juntos en un té, en un viaje a Buenos Aires, en el que robaron una tienda de sahumerios.

A temprana edad, su padre, profesor de gimnasia, había colocado en la entrada del garage un aro para que la niña practicara el complejo arte de embocarla. Allí se pasaba horas la Bach escuchando la música que disparaba el golpeteo animal de la pelota contra la pared de ladrillos huecos. Saltá le decía Ricardo Bach, su padre, así saltando vas a ser más alta todavía y nadie va a poder taparte un triple Mary. Le hablaba en inglés porque pensaba que eso le daba categoría, además, esa forma de comunicarse se le pegaba de sus alumnas de tenis del Rowing club, que decían sorry, one ball, cuando la pelotita se les iba a la cancha de al lado, bye Richard, le decían esas mujeres. María Solange Bach obviamente que se había leído todo Richard Bach, porque apenas alguien anotaba su apellido en un círculo intelectual, ya sea en los talleres literarios de la vecinal del barrio o en las clases de aromaterapia que hiciera luego, caía, como un puñal sobre el dedo gordo, la pregunta: ¿Leíste el de la gaviota no?, obvio, respondía ella hastiada.

Lo cierto es que María Solange le daba a la pelota hasta los domingos a la mañana, Dreuty la observaba desde la ventana de la habitación, ya que a partir de las nueve no podía dormir más por causa del ruido. Ella no era sumamente atractiva, sumaba un par de puntos con la altura y con el estado atlético, piernas potentes y bien estructuradas como los pilotes de un puente. Uno sabía que el cuerpo de Mary nunca caería en picada, tenía un andar delicado, hacía ver a su cuerpo liviano, un andar de bailarina de clásico, cabello desordenado y muy poco busto. En realidad María Solange no tenía nada, ni indicios siquiera. De todas formas a Dreuty esto no lo desanimaba para compartir tardes enteras juntos, en las que iban a cazar con la gomera atrás de la Cerámica, a un bosquecito muy particular e íntimo, que los alejaba del mundanal ruido. Allí el Panza podía mostrar su destreza en la ciencia exacta de estirar la goma y encestar el golpe, era un artillero de una capacidad sobrenatural. Podía darle a una torcasita distraída a cincuenta metros. En el momento del disparo su cuerpo era poseído y pensaba sólo en la vez que sacó un 10 en actividades prácticas, confeccionando un cenicero para vender en la fiesta de fin de año.

Fue una de esas tardes en las que Dreuty no pudo resistir el embate de su propio volcán hormonal interior y erupcionó arrancándole los labios a la Bach. Yo pensé que éramos amigos, indicó ella de inmediato después de tremendo sacudón de libido, sí, pero que importa, mejor, respondió el con cara de gorrión despeinado. Ambos comenzaban a cursar quinto grado. Esa mañana en la que todavía podían respirarse los resabios del verano, Dreuty la había mirado distinto en la clase de Miss Eliana, la profe de inglés. María Solange dejaba ver, apenas por debajo del guardapolvos, unos muslos dorados por el sol que se tranformaron en un bocado en los ojos del Panza, que no paró, en toda la mañana del 3 de abril, de pensar cuándo le hincaría el diente a semejante plato principal.

Dreuty la besó en el bosquecito de atrás de la Cerámica y ella estupefacta, sintió el sacudón y muchas ideas le poblaron como nubarrones sus campos de inocencia. Nunca antes había besado a nadie, era una niña, qué pensaría su padre, se lo contaría o no. A partir de allí las dudas se fueron disipando con el correr de los días en los que fueron explorando y perfeccionando los infinitos vericuetos de un beso. Dreuty la observaba lanzar la pelota contra el aro, la miraba caminar o sonreír. Durante todo quinto grado no hubo actividad más placentera que amar a María Solange, hasta el día en que Ricardo Bach tiró cuatro hiladas más de ladrillos para separar por completo a los dos niños incrédulos y le prohibió a su hija volver de la escuela con el Panza. Todo porque la niña ya no encestaba en el Club Teléfono. La figura central del equipo, la de piernas como leones en celo no la metía con nada. Tiene la cabeza en otro lado, por ese pendejito, vociferaba Bach a los otros padres.

Ahora Dreuty, embebido otra vez en un círculo de fuego por la fiebre, recuerda el día que luchó hasta desangrarse las manos contra ese muro impenetrable, ese frontón de odio, que le impedía ver a su amada del otro lado. Ese muro que se había constituido en límite, cárcel y frontera, fue derribado con un martillito de quince centímetros, una mañana sin clases y sin presencia paterna de ninguno de los dos lados. María Solange Bach era ahora su amiga y por teléfono le había dicho que a la gripe hay que darle tiempo. Había interrumpido su entrenamiento de salto con garrocha para llamar a su amigo, ese que le había enseñado que más importante que meter la pelotita en el agujerito, era romper los muros, las líneas, cruzar la frontera, el límite.

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