El mercado daba al baldÃo tapiado donde jugábamos. La pelota, orejuda por los mordiscones, con remiendos, solÃa picar en la tapia e irse afuera, hacia los puestos. Eso ocurrÃa en la semana y el sitio era ideal: escondido de las miradas y encorsetado en el perÃmetro natural para que el balón no se perdiera en el adoquÃn y vecina ninguna alcahueteara de nuestra ausencia a los claustros. Jugábamos el Fútbol Silencio. Esto era: correr sin gritar ni siquiera los goles. Tras la tapia se erguÃa un castillo imbécil pero temible: en él podrÃa encontrarse alguna de nuestras madres haciendo las compras y cualquier ojo era un enemigo. La presunción de peligro se igualaba sólo al fastidio que generaba que la pelota se fuera a la calle. HabÃa que asomarse rápido y rogar porque no fuera arrollada por un auto o entrara al parque de los tuberculosos. Si habÃa suerte, quedaba allà boyando entre los feriantes. Chistábamos a un transeúnte. Le hacÃamos señas. El más generoso la alcanzaba con las manos y los menos, derrochando pasados de crack, la pisaban y la picaban con arte por sobre el tapial. Un moderado aplauso, para no hacer bandera, les saludaba el gesto. En las artes de la guerra de guerrillas, festejábamos cada dÃa jugado como una gesta triunfal de desembarco en una cabecera de playa. Por eso inventamos el Fútbol Silencio. Una mañana ocurrió lo que ocurrió. Entramos por la calle lateral, atravesando un alambradito que se cernÃa una vez eludido el portón gris en fila india como en Combate: codos al piso y cabeza baja. El dÃa era de mucha gente cerca: el peligro irradiaba adrenalina. Todo estaba como siempre. Los chistes frenados para no dejar escapar las carcajadas, la algarabÃa por estar libre, una selva protegida en medio de la civilización nos llenaba la sangre de felicidad, más era conveniente callarla si no querÃamos perder el coto. Era raro. Magnético. El cielo arracimado de nubes grises, las antenas de la iglesia, el lejano murmullo de tránsito y el pique de la pelota en el campo de tierra. Un pique profundo en el silencio. Un pique que retumbaba solo, sin gritos ni festejos. El Fútbol Silencio. A eso jugábamos. A un fulbito tan venerado hasta la exasperación que elegÃamos ni poder gritar por él. Apreciaba aquello desconociendo su similitud alucinatoria con los futuros viajes de los sentidos que emprendÃ, perdido en noches de malas compañÃas: el nÃtido !tiing! de la pelota cuando daba en el borde de caño del arco, el raspado sobre un borde de zapatilla ya sea en un pifie o un toque voluntario, el estruendo de un trabar. La respiración, la camiseta golpeando el cuerpo sudado. Todo era sensorial. Figuras de pibes corriendo sin barullo. Aquello era mÃo, mi mundo real y submarino, puesto que yo jugaba desde siempre asÃ, aún en partidos normales, sumergido en el silencio que me venÃa como de una locura que vivÃa adentro, oscura y sagrada. Jugar hondo, para abajo, sencillo, sin hablar. Como en una cacerÃa. La senda con huellas por donde ir y por donde no. Detestaba los gritos, las amenazas, las puteadas. Alguna vez el estallido de un gol pareció despertarme. Era similar a lo que leerÃa ya de grande: el verdadero artista se compenetra tanto que hasta los aplausos le llegan a interrumpir su viaje. En eso estábamos cuando sentimos reventar la pobrecita: un tiro recto fue a dar contra el borde de la tapia, despanzurrándose para caer luego del otro lado,donde estaba la feria. Voy yo, dijo Azuli y en un relámpago ya estaba trepándose al árbol de naranjas salvajes que nos servÃa de atalaya. Cuestión de saltar y buscarla. O hacerle seña a alguno que la retornase. Pero algo ocurrió. Lo vimos pararse en seco. Quedó en lo alto mirando hacia abajo, la mano agarrada con fuerza a la rama, sin moverse. Uno le chifló: Azuli no hizo señas de nada. Estaba congelado en la altura mirando con obsesión. Como un muerto entre las hojas verdinegras del naranjo. Nos acercamos a la base de la planta. SeguÃa sin moverse. !Eh!, susurró alguno en sordina. ¿Y? !dale...!, secundó otro. SeguÃa allà fascinado por algo que estaba ocurriendo. Bajó de pronto dejándose caer y fue a buscar sus pilchas. Nos quedamos sin saber que pasaba hasta que Antonioni, expeditivo subió y reclamó la pelota que le llegó a las manos, desventrada, muerta. La llevamos como a un perro atropellado hacia el rincón donde tenÃamos las pilchas. Azuli estaba contra el muro, los ojos fijos en un palito que sostenÃa delante de sus ojos. Yo conocÃa esa cara: era la del infortunio. El flaco Antonioni hizo señas de que los dejaran solos. Se inclinó. Lo agarró de los hombros y a la distancia vimos como lo charlaba afirmando con la cabeza hasta que pareció convencerse de algo, entender el cogollo y se lo llevó caminando fuera antes de hacernos una seña imperceptible que no los siguiéramos. Velamos la difunta un rato, de mano en mano, diagnosticándole la herida, ascultándole el corazón vencido. Pepi, el hijo del zapatero se la metió en el bolsito. En la semana se supo: el arreglo de la pelota resultaba gratis, pero Azuli habÃa visto algo terrible de lo que no querÃa decir nada, mientras que a Antonioni nadie le quiso preguntar nada. Luego, se supo, como se saben todas las cosas en aquel mundo mÃnimo de pibes con orejas abiertas. Azuli habÃa localizado la pelota primero ahà cerca en la vereda; justo un tipo se la estaba alcanzando cuando descubrió aquello: su mamá en la parte de atrás del puesto de chapa del pescadero no eligiendo mercaderÃa precisamente, guarecida en ese pasillito natural entre el mostrador del puesto y el muro, donde nadie verÃa nada desde el lugar de comprador a menos que uno se esté encaramado a un árbol de naranjas y reclame con señas por una pelota reventada.
A los dÃas Antonioni hizo correr la noticia que era orden a la vez: juntarse el martes en la canchita a las nueve, no joder con la madre de nadie presumiendo que ya sabÃamos lo acontecido y no hablar con ninguno del asunto. "Si hablan los cago a trompadas", graficó. "Llevo una sorpresa", agregó. Lo vimos ese dÃa victorioso arrimarse a la puerta media hora tarde, en una bici flamante que desentonaba con su pobreza y con una pelota blanquiceleste nueva envuelta con papel de regalo, de esas que siempre resultaron inaccesibles. La compró la vieja de Azuli para que ninguno abra la boca. El no viene hasta que se le pase la vergüenza, acotó. Y tiró la pelota sobre el portón para que la sintamos dentro repicar sola, batiéndose en su propio ruido, dichosa, perfecta, virgen.
Entramos a atropellarla sin descambiarnos y la mandamos alto, muy alto para sentirla rugir una y otra vez, secamente sobre la tierra apisonada de la canchita hasta que solita se fue callando.
Después nos desnudamos y empezamos con el ritual del Fútbol Silencio.
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