Como ir a la cama con un cerdo de corral, agujazos de su inmundicia metidos, cauce adentro, a la fuerza; emporcada, "por favor", me desprendo, "ya tendrá tiempo para tomar fotos, Juan; ahora, todos, observen ese pórtico... las flores esculpidas ¿de loto o de papiro?", vuelta y vuelta, su lomo y mi abdomen abotonados, lascivia de chiquero, él hediondo contagiándote, él, hediondo, forzándome, ¿nauseabundo? trato de catar sus emanaciones pero se ha desplazado unos centÃmetros hacia mi derecha, azotes de su lengua contra la mÃa, dice algo, me pide una aclaración sobre los capiteles, escupo saliva, su saliva, "griegos", digo, me equivoco, rectifico, incómoda, trenzada a sus pezuñas, "Soy argentino. Me llamo Juan", cuando le tocó presentarse, junto a los demás turistas, meteoritos que caen, marcan una raya, vuelven a despegar, bumerangs, desaparecen, pero este Juan, argentino, en la rueda de visitantes, desnudo con su pene en tirabuzón como el de los porcinos, se me abalanza, me perfora; "últimamente vienen bastantes argentinos", balbuceo y enrollo mi mirada desde su entrepierna, recuperando la profesionalidad ocular, "ah ¿sÃ?" y me desata el pañuelo para envolverme los pechos con mi pelo y luego precipitarse con su sacacorchos filoso mientras señalo el templo con el lápiz: "construido en siglo X antes de Cristo..." y desgrano el calco de las explicaciones habituales, el grupo moviéndose detrás de mÃ, asilado en los escasos manchones umbrosos, en tanto Juan sopla una averiguación tras otra sobre mi garganta. La gente del tour se dispersa para sus capturas fotográficas y Juan se decide: "¿puedo preguntar?" y pregunta la de "¿por qué la religión le manda ocultar su pelo?", arrastra su sombra hasta que cubre la que proyecta mi cuerpo y la mueve, cadereando, dos sombras que copulan, mientras doy las razones por las que no podremos ir juntos a la cama salvo que él, Juan, me fuerce: "no nos obligan a tapar el cabello; cada una define su propio pudor", "¿pero nunca, nunca lo muestra en público? no se ofenda por favor", "no me ofendo; al salir, me cubro; sin excepciones", "serÃa tan fácil", piensa él; "no entendés nada", responderÃa yo, aunque en primer lugar Juan desata el nudo del pañuelo y deja que mi cabello me vende los senos; sólo entonces, se prende a mÃ, me pide: "¿puede sacarme una fotografÃa?" al pasarme la máquina me toca, me penetra la carne con su mano occidental cuando me coloca en la mÃa la sony que lo encuadra en la postura clásica al lado de un camello, con sus dedos lápices me escribe procacidades a cometer juntos, él borrando toda mi voluntad mediante forzamiento, únicamente asÃ. "¿Y sacarse la ropa, mirarse sin vestiduras ante el espejo, ser besada de soltera"? podrÃa él indagar ahora. Pero desiste. De alguna manera ya sabe las respuestas. Le devuelvo la máquina. Juan se viste. Acodados sobre la baranda, embarcados ahora en la nave que navega el rÃo largo, el argentino se coloca los pantalones, su camisa, se calza zapatos, medias, se acomoda el pelo. Un pasajero más. Con el dedo marca sobre el mapa los lugares por los que vamos pasando. Evita rozar mi Ãndice cuando corrijo o añado un dato. Le preciso la agenda de mañana. A borbotones me cubre su fragancia: la de un perfume cualquiera de cualquier perfumerÃa. Ya no hablamos. De tanto en tanto Juan mastica un "ajá" callado.
Parpadea, como yo.
Intentamos vernos, desde tan lejos, aquÃ, uno al lado del otro.
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