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Miércoles, 20 de agosto de 2008
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El jardín de los niños

Por Federico Tinivella
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1. De los ojos como cruces, del embriagado tenor de las vísperas empapeladas con pieles de hoja de afeitar, recuerdo ahora, unos gritos ácidos que en un baldío atravesaban el pecho de un gorrión. Del otro lado el desierto estallaba en las guirnaldas. De los pozos sabíamos atrapar los restos del desaire, sembrar los himnos de las pequeñas cosas: unas manos en un balde, un secreto en la pared del bolsillo. Robar miradas en los balcones de un rapto, son los pasos de los recortes del diario privado los que se escuchan como ecos en el ritual de cocinarse sobre el bostezo de la mañana.

En la cocina aullaban párpados en penumbra, un coqueteo del brillo ausente del contraluz. Con los versos de la radio me duelen los labios en la esquina, pasan sin saludar sobre pequeñas rutas informales cuerpos como pasas, vidriada mancha.

Las especias acompañan la osadía de abrazar el calor de los pronombres. Un cielo amarillo chorrea las reliquias de cajones santos. En el árido despertar de las alacenas, en el quebrarse de una horqueta sobre el silbido del tren, se escondía la trampa de burlar al reloj de los escombros.

2. En el jardín de los niños las hamacas desvisten el sueño de los cuentos. Cantan en los bancos de plazas perdidas tías maquilladas con flores tranquilas. Como ecos de postal, como el llanto del primario evocaban la quietud de los escaparates. El silencio del rosal, sus pétalos sangrando en la pulpa de la lluvia dejaban en los labios, al cerrar los ojos, todo lo espeso del otoño.

3. En las paredes que hacían un tubo hacia los rostros perdidos tendimos un juego de voces críticas en el aletear de comarcas invisibles. Los guiños de los chinos en los super, los desgarbados párpados inquietos tratándonos como desconocidos. En el brutal exabrupto de un mediodía cándido lloraban las gritonas de los baldíos. Criar una huella para reavivar el fútbol de las venas. Llenás las venas, claudican el dispersarse de unas nubes secas los rodillos de letras que acechaban detrás de las puertas candado, que eran luces, luces muertas.

En los resquicios de un frasco oxidado soy el desierto que se orilla, me bajo los pantalones ante el ocaso de los besos dados, ante los brillos del crepúsculo acostumbrado. Cierran sobre mí los alambres, las bocas de otros trances. ¿Quien olvidaría los tablones amasados de pieles maduras quebrarse en el silencio?

En la oscuridad de las sienes batidas como jugos de ajedrez enlutaban esferas de ricos albatros despedidos en penumbras por joyas tardías. Alimentada perla.

Regar los orificios de los recreos como si creerse figura en un mar estampado descampara ritos de alienada servidumbre.

Aletee sobre mi estupefacto artefacto como si de cobre trasluciera una figura de verdes opacándose. De la savia de los pinos resplandecía el elixir de brotarse por dentro para transfigurar la guardia. ¿De qué nos escondíamos?

En los baños públicos pegaban con las toallas más fuertes que los gatos. No hay que desaparecer en la transparencia de los párpados. Vos eras en la flor, el grito guardado, la lumbre, decías como apagar esta oscuridad, de un cuarto que daba al sur y a las viejas gritando sobre gastadas escobas. El alimento sobre el aliento, la inscripción, el tatuarse sobre vos, me miras con el agua en la cara, te doy un poco para no perderme. Te doy una voz para que no se pierda en la vacación de un rostro que le teme a los disfraces.

4. Cuando crecimos, rompimos los salvavidas de los espejos, sacudimos el aire de los rompecabezas navegamos el barro de la trasnoche. Nos invitamos a servir todo en la mesa, por allá unos guiños al desorden, por allá el discreto vaivén de pañuelos vueltos sobre rostros perdidos la extrañeza en las alfombras tejidas como el hilo de una máscara.

Círculos perpetuos en la quietud, arrojar en el ruido las ropas tendidas. Son esos perros que salen del río, disparan los vueltos de la arena en gotas tardías, en la resaca del día.

A veces se nubla todo el fuera de foco del ritmo y en el florero vacío o en el contestador quedan huellas de sonajeros que despiertan la rabia del cuchillo sobre las verduras.

Avanzan los títulos se acomodan en las butacas los más pequeños arrojan algo a la pantalla. Siempre hay función en el cine del barrio los domingos a la tarde, cuando pareciera que todo va a morir. Aparecen en el caldo el bullicio de las bocinas. A levantarse, dice un autoparlante que quedo guardado en el recreo de la risa.

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