Esa mesa que ahora me parece demasiado baja, esa mesa de madera ordinaria que mi hermano estuvo por regalar, hasta que yo le recordé que allà la vieja amasaba las inevitables pastas los jueves y domingos de nuestra niñez.
Esa mesa de madera basta, de pino tan noble que trasegó la infancia mÃa y de mi hermano, que persiste a través de los años con sus tajos y sus huecos de brasa de cigarrillos como un oscuro pezón mordido.
Esa mesa del desayuno que estuvo en la cocina, que estaba protegida por un hule de color azul, "de color azul sufrido", como siempre repetÃa mi madre, ese hule que ella retiraba, puntual, los jueves y domingos por la mañana, y volcaba la harina sobre esa madera sin pintar, le hacÃa un hueco y ponÃa un poco de agua, una pizca de sal y partÃa algunos huevos que se mezclaban allà y que su gran pericia convertÃa al rato en una masa un poco amarillenta, flexible, y la extendÃa luego con el palo de amasar hasta lograr una capa muy delgada que cortaba con un breve cuchillo si eran tallarines hasta dejar unos listoncitos no tan delgados, ella decÃa que asà eran mßs ricos y si ella lo decÃa, en fin, a nosotros nos parecÃa bien.
Espolvoreaba sobre ellos una delgada capa de harina, los cubrÃa con un mantel muy blanco, que habÃa viajado desde Italia con su madre y con ella que era niña, esperaba un rato y luego, cuando ya el agua estaba hirviendo y toda la familia junta, recién volcaba los fideos en la olla.
En otra olla más pequeña estarÃa preparándose la salsa hecha Ãntegramente con productos de la quinta que ella misma cuidaba y entonces volcaba allà los trozos de carne para hacer el estofado, a esa carne habÃa hecho un pequeño tajo para introducir allà ajo, que a mi padre tanto gustaba y a mÃ, nada, y entonces, ella tan santa, con disimulo apartaba un pedazo (sin el ajo) y me lo servÃa en el plato subrepticiamente para que él no se enterara y armara un escándalo, ya que con razón decÃa que los pobres no debÃamos despreciar la comida que se ponÃa en la mesa.
El que quiere comer plato especial, que vaya a la fonda repetÃa, mirándome furibundo.
Mi madre, callaba, miraba distraÃda , disimulaba yendo hacia la cocina, hasta que a él se le pasara la bronca. A veces tan distraÃdo era todo pasaba desapercibido. No se daba cuenta, tal vez pensando no sé qué cosas y el momento tenso de otras veces no se producÃa.
Visto a la distancia, estas aparentes, y tal vez no tan aparentes arbitrariedades de mi padre querÃan hacer pedagogÃa conmigo, era una forma de decirme que en la vida no encontrarÃa siempre alguien que me mimara como él no dejaba que me mimara mi madre, con eso, colijo, me querÃa advertir que la vida no era un lecho de rosas sino un camino lleno de espinas y botellas rotas y gente miserable que le hará si puede la vida imposible a uno. Todo eso me querÃa enseñar, tal vez de mala forma, él, que habÃa andado "como bola sin manija" desde los 16 años por el mundo, como solÃa repetir con una pizca de resentimiento. Mi padre, que no habÃa ido a la escuela más que hasta terminar el primer grado sabÃa todo esto y yo lo ignoraba, pero con los años le darÃa la razón. Pero ya era tarde, como siempre.
Sobre esa breve mesa yo escribà mis primeros poemas o las primeras palabras donde tal vez trataba con pena excesiva, con una exagerada retórica aunque yo no sabÃa en ese tiempo qué era "una retórica" ciertos primeros amores un poco más imaginados que reales como suelen ser las cosas del sentimiento en la adolescencia.
Esa mesa, entonces, quedó en mi casa, escueta, solitaria, contra la pared de la cocina, debajo de la ventana. Allà apoyo el bidón de agua potable, el paquete de yerba, el mate, la bombilla y la pava cuando la saco del fuego. Desde esa ventana veo los árboles de la calle, el pino bellÃsimo del vecino, la higuera que ya no da frutos, esas brevas que yo robé en mi infancia, la calle donde de vez en cuando pasa algún auto o una chata que va hacia el campo o hacia la ruta y no es raro que los adolescentes la emprendan con sus ruidosas motos, o, lo que es mejor, un grupo de chicas y de chicos pedaleando, en bicicletas, con sus pequeñas voces que se van enseñoreando por el aire chato y lÃmpido, como es siempre en ese pueblo.
Esa ventana que está pintada por mi padre, de un color azul muy oscuro, la ventana por donde yo miraba el mundo desde mi más remota infancia, desde donde espié el jolgorio de los sapos los dÃas de lluvia donde mi madre me prohibÃa salir y entonces yo esperaba con ansias advertir los colores del arco iris, una señal que ya no lloverÃa y yo podrÃa salir a la calle barrosa a encontrarme con mis amigos para jugar en esos zanjones llenos de agua turbulenta que iba hacia el campo, mejor dicho a engrosar los cañadones vecinos.
Desde esa ventana miro ahora el césped bien cortado por mi hermano, en ese terreno que siempre vi lleno de tomates y papas y lechugas, ese césped por donde corretea algún casal de horneritos, picoteando bichitos pequeñÃsimos, brincan, van saltando hasta que una pirincha violenta baja del fresno y ellos emprenden, precautoriamente, la retirada.
Esta mesa está en las cosas de la infancia que son inalterables, aunque ahora, solitaria, permanezca esperándome en mis viajes esporádicos para que yo apoye ese paquete de yerba olorosa y darle un poco de vida que le falta casi todo el año.
Aunque ella sepa que ya nunca más le volcarán la harina sobre el lomo percudido y nunca más sentirá la caricia de la masa que recorre la nervadura de la madera ultrajada por los tajos de muchos cortes de cuchillos repetidos en la urgencia de los años idos, los años que se fueron, sucesivos.
Hemos tirado el hule azul conque mi madre la cubrÃa, preferimos con mi hermano, que esa madera noble quede al descubierto, aunque a veces la tapo con un modesto mantel no el mantel de Italia cuyo fin desconozco sino un mantel de algodón, humilde al menos para cubrirla de los frÃos densos del invierno que ella pasa sola, sin sentir siquiera los pasos de alguien en esa casa donde ya no vive nadie.
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