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Viernes, 12 de septiembre de 2008
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Una mañana apacible

Por Eugenio Previgliano
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Cuando me despierto me resulta en principio extraño pero agradable ver su piel oscura, los cabellos rizados como los míos, ver en un ángulo de la habitación la TV encendida y escuchar una discusión a los gritos que viene desde la calle; después noto que algo he alborotado porque ella gira hacia mí, me mesa la barba y me habla en un idioma extraño que de no ser porque no lo entiendo, me resultaría familiar.

Al rato es que se levanta y camina unos pasos hasta la puerta, entra al toilette y desde allí sigue conversando con un aire despreocupado y leve que combinado con la luz de la mañanita me da una sospechosa sensación de seguridad a mí que soy un hombre que cree haber visto muchas cosas tremendas y vive esperando las vísperas del desastre.

Mientras tanto yo resisto: no miro el reloj que usualmente llevo en la muñeca porque está sobre una mesa a unos metros de la cama, escucho el silencio de este barrio y miro detalladamente la habitación; miro la heladera blanca y petisa, el ropero inusualmente cerrado, la ropa esparcida por todas partes y el perchero cerca de la puerta del toilette donde cuelga, oscila, pende y flamea como un viejo amigo que se hubiera puesto ahí para hacerme morisquetas esperando que yo sonría, mi cazadora gris rellena de plumas de ganso chino.

No es ﷓pienso﷓ seguramente mi casa, mi cama, mi televisor pero sin embargo ﷓me digo﷓ el abrigo que cuelga, pende, oscila, flamea en ese perchero que habrá sobrevivido a varias revoluciones pero que aún se sostiene, firme, clavadito sobre la pared blanca, se siente cómodo ahí porque de otra manera no me haría esos gestos joviales y muchacheros que yo reconozco en él cuando está en casa.

La Femme de Menage, me dice interrumpiéndome cuando con tono de pregunta digo "sí" en respuesta a los breves golpes que la mujer de la limpieza produce golpeando sus nudillos contra la puerta. Que espere un minuto, le estoy diciendo, cuando ella sale despampanante, bella y aún desnuda cerrando la puerta con no sé qué movimiento de pantera en celo.

Ella sigue, sin embargo, hablándome en ese idioma extraño que a mí de tan familiar que me resulta ni siquiera me preocupa no entender mientras se acerca, me besa suavemente los labios, sonríe y dice: "oh, el pianista". Yo mientras tanto la miro petrificado sintiendo una suavidad en mis músculos que no recuerdo haber sentido nunca antes en toda mi aburrida, llana, incolora e insípida vida.

Como ella sigue hablando unas cosas incomprensibles yo la invito a un desayuno amigable y me propongo entonces empezar a explorar esta mujer bellísima de rizos oscuros en cualquier idioma que se me aparezca. En francés no habla, pero para mí no es problema porque puedo ver a través de la ventana el cartel de acrílico con una textura ajada por el tiempo que dice Hotel Bearnais y la luz que las cortinas blancas dejan pasar le da a todo un aura mañanera que si no fuera por el silencio, que a veces es interrumpido por el motor de un automóvil que anda por alguna calle a varias cuadras de distancia, me haría feliz de sólo sentirla.

Mientras me ajusto el moño verde en el cuello de la camisa blanca termino de ver cómo ella se viste, aprecio sus gestos ágiles y armoniosos aún cuando ya no le mire fascinado los movimientos que con una continuidad pasmosa resulta de sus caderas mientras se calza la falda. En este largo instante de observación es que guardo para un también largo recuerdo la leve contorsión de sus hombros cuando se calza un abrigo oscuro y sin solución de continuidad se pone el foulard al cuello con delicadeza.

Entrego, finalmente la llave al conserje que otra vez se asombra de que yo hable francés siendo un italiano de la argentina y giro suavemente los hombros mientras le agradezco los servicios prestados y recibidos para poder mirar una vez más a esta muchacha bella bellísima y otra vez bella que con unos pasos breves y precisos va rumbo a la calle.

Iremos ﷓intuyo que me dice﷓ esta tarde a visitar la tumba de Jim Morrison, pero yo no puedo seguir escuchándola mientras camina por la vereda estrecha hacia abajo porque me abruma una emoción pobre y el cementerio de Pere Lachaise me parece un paseo poco edificante.

Después, cuando hayamos terminado de desayunar en el Voulez bar, mirando de cerca los coches que supe escuchar desde la cama ﷓pienso﷓ ya sabré un poco quien es, que vino desde San Pablo, que es la mucho menor hermana de tres varones y que podré volver a muchísimas cosas, pero nunca más en ninguna vida a esta memorable mañana apacible.

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