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Domingo, 26 de octubre de 2008
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El circo

Por Federico Tinivella
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Verónica Pionanezca no era de acá. No sólo la delataba su apellido, sino una figura esbelta y fortachona como un roble añejo, una cara blanca como la espuma del mar y ojos verdes claros igual que la lechuga mantecosa. Estos atributos no impedían que en la primaria le dijeran pionono. Pobrecito el que era alcanzado por la Pionanezca, fácilmente demolido, era devuelto a casa como un paquete de trapos sucios que había que lavar y planchar. Verónica Pionanezca había nacido en las afueras de Ekaterimburgo, un gran centro industrial, ubicado en la ladera este de los Montes Urales, frontera natural entre Europa y Asia. Ekaterimburgo descansa sobre el río Iset y está rodeado de mágicos bosques y grandes lagos. Sin embargo, más allá de su belleza, los ekaterimburgueses padecen un invierno implacable que acecha las mejillas coloradas de los niños con sus 40º bajo cero, al sol. La ciudad fue fundada en 1723 por Vasily Tatíschev y su nombre alude a Santa Catalina, por la esposa del emperador Pedro el Grande.

Verónica pasó sus seis primeros años de vida hachando para conseguir leña que luego vendía su padre y concurriendo puntualmente a las seis de la tarde a las clases de gimnasia deportiva que dictaba Lidia Sbonarova. Mujer extrovertida y alcohólica, Lidia era leyenda, no sólo por haber conseguido una medalla de bronce en los juegos interestatales del norte del país en la década del 60, sino porque después de aquella conquista tuvo otra mayor: Michael, un camionero belga que la introdujo en un combo de amor, bebidas blancas, carreras ilegales de galgos y el arte del piercing. Ese electroshock de experiencias nuevas fueron demasiado para Sbonarova, que había pasado sus 18 años de vida dentro de un gimnasio. Tres años más tarde de aquel encuentro con Michael, un vecino noble de Ekaterimburgo la encontró en un bar de Oslo diciendo incoherencias y pasando una y otra vez el mismo tema en la fonola, que el buen vecino cree que era You can't always get what you want, de los Rolling Stones. Sbonarova regresó entonces al pueblo que la vio nacer como un poeta beat, como Rimbaud o como un silofonista prestigioso. Tenía ahora sobre sí un halo místico y heroico, ya que había roto con un destino trazado, conocido el mundo, el amor y viajado a toda velocidad, es cierto que el Ford F﷓5 de Michael no iba a más de ochenta en bajada.

Verónica hachaba junto a su padre, un hombre atento y desprejuiciado, que había impuesto la minifalda en el verano del 69, ya que los pantalones de piel de reno le provocaban una micosis insoportable. Los hacheros de Ekaterimburgo agradecieron la llegada de aquella moda y es hasta hoy que el 9 de agosto no hay ekaterimburgues que se precie que no concurra a las nueve en punto al Camping Alexandre Popov a la fiesta de la minifalda, a beber ginebra Boris hasta el desmayo o la calumnia.

El padre de Verónica, además, regenteaba un circo, que salía a recorrer Rusia sólo en los dos meses que el sol le dejaba caer la falda a ese clima malévolo. El Karamasov circus rodaba de este a oeste del país por una ruta trazada por los antepasados de Pionanezca, grandes deportistas, acróbatas y lombricultores. En carruajes imponentes, pintados con colores vivos que contrastaban con el blanco o el amarillo seco de la estepa, salían a divertir al pueblo ruso que todavía no sabía pronunciar la palabra Perestroika.

En sus primeros seis años la Vero se formó para ser una artista de circo con mayúscula. Combinaba una destreza natural, con un cuerpo que venía del molde de sus antepasados. Las líneas de sus hombros parecían calcadas de las de su abuelo Igor, que solía caminar desnudo en la nieve, hasta que era capturado nuevamente por los enfermeros. Estos atributos genéticos eran condimentados con las clases de Lidia y los concejos de su padre, que si bien era el presentador, tenía un ojo sagaz y el otro lo había perdido en un concurso de tiro, cuando atravezó, ya que lo acosaba la cistitis, un campo de tiro sin importarle nada. Igor junior había visto a más de un trapecista morder suelo ruso, perder los dientes o la cordura al caer de cinco metros sin red. Saltar con red, decía el padre de Verónica, es lo mismo que hacer el amor con profilácticos.

El final de esos años de ensueño y aprendizaje para Pionanezca fue abrupto, cortante y tenía nombre y apellido: Cristina Gómez. Bailarina rosarina que ya habiendo agotado todos los posgrados de danza clásica y contemporánea, ya habiendo realizado cursos cortos de salsa, brasilero y zapateo americano, no sabía ya que hacer, para que a sus 35 años la siguieran manteniendo. Recaló en el país de la gimnasia deportiva, más precisamente en la academia de Lidia Sbonarova, gracias a una beca, para imprimirle un sello más físico a su falta de actitud en el escenario.

El día que el Panza Dreuty se detuvo en Rucci frente a la carpa del Karamasov circus, para observar perplejo como una montaña rusa entrenaba con gracia sobre un pequeño monociclo, nunca imaginó que ese espectáculo que degustaba era debido a una caidita de párpados que su tía Cristina Gómez le hiciera al padre de Verónica Pionanezca, en la academia de Lidia Sbonarova.

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