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Domingo, 16 de noviembre de 2008
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El umbral

Por Miguel Roig
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David juega con la cucharita del café y uno se da cuenta de que echa de menos un cigarrillo. Mientras tanto, su mirada se desliza suavemente por el aguacero que sin piedad cae fuera y se diría, por la atención que le dedica, que cada cosa que narra la ve proyectada en la cortina de lluvia. El relato fluye con calma, con la certeza de que cuando el temporal amaine, se llevará consigo todos los recuerdos y los dejará donde descansaban antes de que él, con sus palabras, inquietara el oscuro silencio del pasado.

David dice que hace dos años, en un vuelo que lo traía de regreso al país, hizo escala en el aeropuerto de una ciudad europea donde debía cambiar de avión para seguir viaje hacia su destino. El tiempo estimado de tránsito era de una hora, así que bajó con paso tranquilo, con el único cometido de comprar algunos periódicos, tomar un café y después dirigirse hacia la correspondiente sala de embarque. Pero ni bien salió del finger, anunciaron que la conexión tendría una demora significativa: razones operativas, aducían, postergaban la salida prevista del vuelo para última hora del día. Ante semejante anuncio decidió acercarse a la ciudad, almorzar allí y, si quedaba tiempo, volver a los sitios que frecuentaba durante su niñez.

Muchos años atrás, casi treinta, su familia se había exiliado en esa ciudad que ahora, por intervención del azar, iba a volver a visitar. Cuando su padre pudo regresar al país, David ya estaba en plena pubertad y nunca había vuelto al lugar en el que pasó la mayor parte de su infancia. Es decir, aclara, el imprevisto lo tomó por sorpresa, sin haber meditado nada al respecto. Apenas alguna imagen se le había cruzado cuando el avión se acercaba: La vieja recova frente a una plaza medieval, el castaño de indias del centro de manzana que veía desde su cuarto. Y el crepúsculo: Los faros rojos de los coches, los neones en los frentes de las tiendas y los bares, el reflejo ambarino derramado sobre la barra de una coctelería. En fin, todos esos brillos mezclados en una foto movida, vislumbrada desde el asiento trasero del coche de su padre. Estas imágenes, explica David, no surgieron para restaurar un mundo perdido. Para nada. No había ningún afán de volver al país al que llegó y abandonó de la mano de los mayores. Pero eso fue mientras el avión descendía sobre la ciudad y él no albergaba aún ninguna expectativa de pisarla. Luego, cuando el tren que tomó en el aeropuerto avanzaba hacia el centro cruzando el invierno boreal (un manto de nieve ﷓dice David﷓ cubría el campo que se extiende a ambos lados de las vías), no vio el paisaje ni se fijó en la línea difusa que separaba el cielo sucio de la planicie blanca: Proyectaba en ambos las imágenes que regresaban del pasado, como lo hace ahora sobre la cortina de lluvia que cae del otro lado de la ventana de la cafetería.

La trama medieval de las calles y el peso visual de la piedra en los muros o en los soportales de los cascos antiguos de las ciudades europeas, sostiene David, construyen una ficción: Parece que nada cambiara ante el paso del tiempo. No es así, claro está, pero el viajero que regresa a ellas, o el habitante que vuelve a casa, después de años, tiene la sensación de estar ante el mismo escenario que abandonó. Un McDonald's que ocupa el sitio en el que antes había una casa de comidas o una tienda de insumos informáticos que desplazó a una sastrería no delatan una gran transformación al ojo ligero que pasa revista al conjunto. Esa es la razón por la cual, asegura David, se rindió a la fantasía de que el tiempo se había detenido, como si lo hubiera estado esperando. Obviamente, reconoce, el conjunto de la plaza es una foto fija en la que el espacio doblega al tiempo: La catedral permanece inmutable al igual que las galerías y las recovas pero la boca de la red del subterráneo ni siquiera conserva el logotipo original, y los comercios han sido sustituidos unos por otros sin excepción, modificando el carácter del entorno.

David buscó una pizzería y en su lugar halló una boutique de Prada; optó entonces por un restaurante que encontró en una de las alas de la galería. Mientras comía el plato de pasta, la salsa ligera y la consistencia de los spaghetti (servidos al dente, tan distintos a la manera en que se preparan aquí, generalmente blandos y sometidos a salsas contundentes), le ayudó a recuperar el mundo olvidado. Curiosamente, al observar los soportales de los altos techos de la galería a través del cristal, notó, asegura, que recuperaba poco a poco la mirada perdida y se dejó embargar, sin reticencia, por una tenue melancolía.

Las horas pasaron mientras se entretuvo caminando por el centro sin doblegarse al impulso de buscar un colectivo para visitar el barrio en el que vivió. Las ausencias que más frustración le causaron fueron las del kiosco de periódicos en el cual cada sábado su padre compraba ejemplares atrasados de los diarios argentinos y el bar, al que luego iban juntos y donde él se entretenía mirando comics. Sólo se permitió, confiesa, cuando comenzó a desvanecerse la tarde, y tal vez por esa razón, por la inminente muerte del día, una acción tan impulsiva como absurda: Acercarse a una cabina telefónica y marcar el número de su casa, de la antigua casa que habitaba con sus padres tres décadas atrás en esa capital. Como era de esperar, una voz grabada le informó, en el idioma local, que ese número de abonado no existía.

El crepúsculo se acentuó y con él, la hora de regresar al aeropuerto. De repente, una sensación de arraigo lo aferró a esa atmósfera que administra la penumbra y se dejó embargar por un tenue júbilo: El viejo misterio de la ciudad lo volvió a deslumbrar. Neones de colores, gente abrigada y con la tranquila algarabía de quien tiene un programa; detrás de los cristales, copas en las manos y el tiempo en reposo. Ya no sintió ninguna urgencia por partir y se dio cuenta, recién entonces, que no había salido del centro por miedo a perder de vista las bocas de los subterráneos, el salvoconducto al aeropuerto; estaba anclado por temor a meterse en un laberinto sin el hilo de oro. Pero había que partir sin más dilación y se decidió por un taxi para poder mirar hacia atrás desde el asiento trasero, como antes, cuando era un niño, las luces en fuga y el velo nocturno llenando con misterio la serena cotidianidad de la jornada finita.

Tiempo después, dice David, buscando mi mirada y resignándose a la voluntad inquebrantable de la lluvia que no cesa, me convencí de que había alguien al otro lado del teléfono: Cuándo hice la llamada desde la cabina, al antiguo número, alguien respondió. Un niño ﷓me aclara y lo sostiene con los ojos﷓, un niño de doce años que mira, mientras me habla, a un castaño de indias, con su copa bermeja y perenne, que contrasta con las ramas secas del resto de los árboles sometidos a un largo invierno. Un niño que de tanto en tanto, después de clase, se acerca al despacho en el que trabaja su padre para volver con él a casa y mientras abandonan el centro, ve las luces encenderse y la gente meterse en los bares. Siente que una fiesta está por comenzar y que él, obligado por las circunstancias, se pierde ese mundo para someterme a la cena familiar y a la larga noche invernal que termina siempre igual: Con un amanecer severo, marcado por el estudio y la disciplina.

Ese niño, dice David, espera a su padre mientras mira un árbol, sólo un árbol, por la ventana. Cuando está en casa solo, toda su ansiedad está al servicio de esa espera; cuando regresa con él desde el centro, por el contrario, siente que su padre lo está arrancando de un sitio donde todo está por comenzar: El umbral de lo desconocido. Lo que no sabe el niño, concluye David, es que lejos de esa ciudad, en otra latitud y según pasen los años, cuando ya no espere a su padre y el crepúsculo no encierre ningún secreto distinto a la oscuridad que le sigue, el umbral de lo desconocido será otro.

No se lo digas, sugiero.

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