La vida se abrÃa en color pero las pelÃculas en blanco y negro. La vida era dimensional y empezaba el girar al compás de la sicodelia, pero eso a nosotros no nos llegaba: el calendario atrasaba, las mariposas se tornaban insoportables porque tentaban al crimen habÃa millares, eran plaga ; habÃa un Vietnam lejano que ni sabÃamos qué significaba pero aparecÃa en la gente sepiada. Nosotros éramos el molino de viento en medio de las tempestades: chiquitos, fértiles, escondÃamos el agua del futuro, saciándonos en la fuente de la inocencia y la malicia ingrávida consistente en ser chicos nada más. Y andar con sed. Empalagados con Johnny Hazzard en cuadritos hacÃamos justicia con aviones de plástico sobre casuchas que ardÃan por el fósforo de cabecita roja que dejábamos dentro. Pinto era un especialista en matar: habÃa diseñado una cerbatana caño de aluminio, dardo y soplido que daba en el blanco. HabÃa también un recipiente saturado de alcohol cuya mecha corrÃa al contacto con el fuego y producÃa al implosionar un agradable chasquido seco de muerte. Los insectos ardÃan y dejaban al expirar un aroma inconfundible. El olor de los muertos, dictaminaba con el dedo vendado producto de una cortadura. Fuimos a su casa y por vez primera me asomé a un conventillo pero con pigmentos. Los otros aparecÃan grisados en las pelÃculas que evocaban los encantamientos o las tragedias italianas en los filmes porteños del Riachuelo. Pinto habÃa venido del mar, como sus padres. Y vivÃan en una casucha que evocaba los camarotes. Al fondo, tras una parra estaba la cocina. Sobre la pared un Rojitas con pelota marrón y un Marzolini sorprendido en pleno despeje ilusionaban con tardes arrabaleras, perdidas en la Bombonera. Pintos era bravo como un dios: fue el primero que me pegó tan duro que me hizo llorar. La guerra funciona asÃ: es inesperada y no se pueden detener las lágrimas, la humillación hace llorar más que el dolor o la falta de aire. Fue en el patio a la vista de todos y mi primera derrota visible. El pueblo es bestial y su memoria selectiva: poco se recordaba que el dÃa anterior habÃa hecho yo lo mismo con el grandote Gerónimo. Esa postal me persiguió por años y nunca la pude borrar. Con los dÃas se armó el primer cuadrito donde me desempeñaba con el entusiasmo y la habilidad que fui perdiendo con la edad. Pintos jugaba gracias al miedo ajeno. Delante del arquero, torpe y con la camiseta de Boca flamante daba vergüenza atestiguar lo patadura que era. Nadie le discutÃa su caballuno modo. Pero en esa bestialidad residÃa su poder de amianto: te sacudÃa sin gracia, de punta, dejando un surco invisible de dolor a su alrededor. Todos evitaban su zona, salvo yo. La tarde aquella me latÃan las sienes, inconfundible seña personal de la furia y la redención: recibà en el medio y me saqué de encima a Sastre, y a Tobach para irme solo hacia el arco. Claro que esperaba en la zona de pique y muerte el maligno Pintos. Lo esquivé y sentà el roce en mi pantorilla de sus botines acerados. Me alcanzó y vi su sombra junto al guardavallas, un tal Moyano que se preparaba a recibirme de frente. Giré como para evitar la colisión y extendà el pie de plancha con el destino hacia la tibia de mi rival odiado. Se sintió como una madera al quebrarse. La pierna no era la de él sino la del arquerito que yacÃa en el piso, mirada al cielo, inmóvil sin atreverse a ver el desastre. Pintos se acercó, extrajo de no sé donde un trapo que puso sobre la herida y dos maderas a manera de tabique mientras llegaba la enfermerÃa. Lo habÃa visto en Combate. Ni me miró: tenÃa los ojos celestes puestos en la herida, denotando lo brillante cirujano que serÃa con los años. Ahora estábamos allà y por vez primera advertimos las mariposas alrededor y la luz violeta del sol de 40 grados y el piso humeante y la sangre manchando el área de baldozones. Era de él. Agachado sobre el herido, nadie, ni él mismo, habÃa advertido que le manaba goteando desde el tabique roto. Dos muertos, me dije. Soy el heridor más competente de la compañÃa. Dos bajas, una involuntaria, la otra deseada. Le toqué el hombro, se volvió y me miró con lástima. La misma cara que vi cuando, años después, en un choque de autos, fui a dar a la guardia y un Pintos cuarentón me atendió, sonriente, pero retenida creà ver pero no estoy seguro su furia en aquellos ojos celestes. El no habÃa sido jugador ni nada parecido, encerrado allà en esa cajita de aluminio de primeros auxilios. Quise entrever una vida lastimosa y fracasada pero no lo logré. Estaba pleno, bronceado y me estaba atendiendo las magulladuras. Ni hablé, ni me sonreÃ. Soy un idiota, sépanlo. TodavÃa guardaba la humillación aquella como si recién me hubiese sido proferida. Y el golpe, allá en el patio de infancia, no la habÃa amenguado. Tenés chichones por todos lados, che. Pero el más grosso sigue siendo éste, susurró y se señaló su nariz, perfecta, elegante, sin marca alguna. Esto va a doler un poco, oà que dijo. Luego me desmayé.
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