En el barrio lo que sobraban eran clubes. Clubcitos armados en garages, o en predios donados por algún infaltable vecino próspero. O bien, según rezaban en algunas placas alusivas, merced a la visión sanmartiniana de cuatro cinco héroes, quienes en noches de revelación decidieran fundarlo con su magros ahorros. Se reproducÃan como colmenas. Y propiciaban el encuentro de la familia, el sano esparcimiento de los niños y el refugio tras la jornada laboral. Nada de esto se cumplÃa, salvo lo último: la familia ni pisaba, a los niños se los echaba y la trilogÃa matemática se torcÃa inexorable hacia la verdad del asunto: los machos de la especie se juntaban para huir de la familia y de los niños. Una ecuación que les cerraba con perfección a los señorones estáticos que jugaban truco bajo el haz de las lámparas, extasiados, suspendidos en la atmósfera impura con sus sillas aéreas como en un cuento de las mil y una noches. Cuando lográbamos filtrarnos asistÃamos a jugadas de casÃn con aquellos soldaditos erguidos en el centro, mientras flotaba un aroma a cigarrillo, maderas rancias, alcoholes diversos. Nunca nos aceptaron en alguno. Sa non so socio non entra, farfullaba el italianÃsimo patrón del Emperador, haciéndonos creer que la ruina visible dependÃa de nuestro aporte societario. En El Ráfaga habÃa un tipo con un tatuaje que nos odiaba al punto de robarnos las fichas de metegol cuando lográbamos convencer al cajero condescendiente. No eran ellos, éramos nosotros. No encajábamos en esa disciplina arrabalera y terminamos por menospreciar a esas canchitas del fondo embaldozadas, con relieves donde quebrarte las falanges y con arcos de caño. Por reacción del desprecio a ninguno le gustaba jugar allÃ, encerrados en el vecindario. ElegÃamos el aire libre de las pampas, cerca de los zanjones y el alambrado malevo de alguno como perÃmetro natural. Allà éramos derrotados o extendÃamos la alfombra voladora de la victoria sobre la cual correr hacia el infinito, hacia un mundo sin reglamentos, padres, familia ni socios fundadores. Son unos hijos de puta, disparó de la nada el gordo Toledo, mientras nos estábamos cambiando para jugar contra los de Alsina. ¿Quienes?, respondà distraÃdo: una venda me tenÃa a mal traer y habÃa olvidado las canilleras. Mi tÃo me contó que los del club tienen arreglado el referà para hoy, para que ganen esos putos del Alsina. Lopecito se acercó mientras estiraba y se miraba al espejo cuarteado. Che, ¿En serio? Dejate de pavadas, le hacemos seis y vas a ver que no hay referà que valga. En serio, boludo, vas a ver, sentenció el gordo. Y vimos. Me rasparon de entrada, nos cobraron un penal inexistente y echaron a tres de los nuestros. Perdimos uno a cero. El árbitro, un tipo alto con cara de mosquito y la cara poceada dirigÃa imperturbable cobrando bellaquerÃas como si estuviera dirigiendo una final del mundo. Con el atardecer prosperó, mientras nos lamÃamos las heridas, la idea de la venganza. Pensamos en el kerosene pero a algunos les pareció exagerado. En romper los vidrios, pero habÃa que esperar hasta entrada la noche. Saltamos por los fondos, y de allà entramos y le saqueamos la mercaderÃa, se entusiasmó Toledo. ¿Y de paso la caja?, terció José que ya apuntaba para chorro. Está cerrado el portón de atrás con un candado asÃ, grafiqué yo que conservaba buena memoria.
Antonioni que nada habÃa dicho hasta el momento y era a quien habÃan echado primero alargó su dedo Ãndice y con una parsimonia de jefe en campaña, sencillamente expuso. El que quiera una buena venganza solo tiene que animarse a comer uvas, pero calientes. Y nos explicó el plan. Al rato, como monos rabiosos estábamos prendidos todos de la parra que sobresalÃa por ValparaÃso. Uvas calientes que se tornaban bombas dolorosas en nuestros estómagos. Uvas disueltas con la furia de nuestros molares o tragadas sin más. Uvas de ira, de polvo y redención. Dinamitas en manojo que empezarÃan a hacer su efecto enseguida, con el calor, la resaca turbia del sol y el cansancio. Llegamos como pudimos hasta la puerta del club Alsina donde descargamos desde nuestros culos eras de maltrato y disgustos, allà sobre el mármol de la entrada donde decÃa bienvenidos en letras de fierro doradas.
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