De aquellos tiempos quiero escribir aquÃ. De los altos cielos que enhebraban esa lasitud del aire donde rondaban bandadas de golondrinas de un volar errático, que después de un rato, se orientaban todas hacia el mismo lado. Nosotros sabÃamos que estaban buscando el mar.
Pero también sabÃamos que aquel señor llamado Otoño, que nunca veÃamos, irÃa deshojando uno a uno todos los árboles y pintando todo de un ocre ceniciento, en especial los numerosos plátanos que rodeaban el alto Veredón donde pasearon los novios el Verano último. Asà llamábamos a esa vereda de ladrillos duros, bien cocidos que seguÃan fielmente el perÃmetro donde estaba el terreno del ferrocarril, con su estación de lÃneas estrictamente inglesa, ese inmenso terreno donde abrevaban agua las locomotoras, hacÃan maniobras los cargueros y estaban los numerosos galpones para almacenar cereal, que se irÃa lejos por esas mismas vÃas, camino al puerto de Rosario y de allà al mundo.
Más arriba escribà que aquellos tiempos eran altos y ahora pienso que tal vez sólo lo eran en nuestra imaginación que ahora aviva la memoria, porque el pueblo era pequeño, las exigencias de su vida eran demasiado modestas, pero nuestra ilusión demasiado grande para que tan pocas casas la contuvieran, para que fueran un freno esas calles polvorientas, que sólo hollaban su aire las mariposas y los carros hundiendo sus ruedas en las calles barrosas de los temporales.
El pueblo duraba menos que un galope y hoy se recorre en veinte minutos de bicicleta, es decir si se da un rodeo por las últimas calles y lo digo más como orgullo que una dificultad o un oprobio.
El Verano era el tiempo de las "calesitas" como le llamábamos a los parques de diversiones. VenÃan inevitablemente después de las sandÃas de Juan Ugolini por esas calles que lo esperaban año a año para abrir formalmente el Verano. Porque el Verano nunca ocurrÃa si él, con su carrito repleto de sandÃas y caballejo flaco, no atravesaban con esa exquisita dulzura, esa poquedad del pueblo que antes sólo aguantaba el cielo y ahora mi recuerdo.
El invierno era muy duro, con sus heladas y sus vientos y sus temporales llenos de lodo persistente. Pero también traÃa el fútbol y a veces la visita de los circos. La llegada de esos artistas trashumantes conmocionaba todo el pueblo y toda la colonia. Ahora no lo recuerdo, pero mientras estaba tendrÃan funciones diarias, lo que sà interesa en ese inmenso párpado donde se esconde mi memoria es esa hilera de sulkies y caballos y algún que otro Chevrolet o Ford llenos de polvo, modelos del cuarenta o poco más.
En ese tiempo la soja era tan lejana como la luna o más lejana todavÃa. Nadie sabÃa de su existencia. Se sembraba maÃz, trigo, girasol, lino o cebada.
Pero volviendo al circo, recuerdo a don Gaetano Galo, que no se perdÃa ocasión de sentarse en primera fila, sin sacarse el sombrero, con su entera familia casi toda fronteriza. Allà estaba el ilustre siciliano, compadre de mi abuelo y vecino de su chacra, con su mujer, doña Palmira, su hija Herminia y sus hijos José, Angelo y Miguelito. Miguelito, el menor, era bastante torpe. Los domingos se trajeaba, ensillaba un caballo manso y venÃa hasta alguno de los clubes del pueblo, quedándose horas en la vereda, con su sombrero orgulloso, sombrero que ya casi nadie usaba, sólo los hombres muy mayores, y aguantaba con una risa entre tÃmida y recelosa nuestras pullas de infantes. Hasta hoy no supe por qué no decidÃa trasponer esas inmensas puertas aunque sea para tomarse un café. Supongo que esa atroz timidez muy cerril no se lo permitirÃa. Luego montaba en su caballo y ponÃa rumbo hacia la chacra.
La familia Galo sólo ha dejado un recuerdo amable en el pueblo, ya que eran grandes trabajadores, apegados a la tierra como esos postes que plantaban para tender los alambrados.
De los circos recuerdo uno de gitanos que estuvo un tiempo largo al lado de la cancha de Huracán, pero el lugar que siempre ocupaban era un terreno vecino a la escuela Fiscal, donde hoy hay una cortada que bautizaron Gil Ferreira Sosa, ya que fue el primer hacendado que se radicó en la zona, muy cercano a la colonia Hansen.
Recuerdo a uno de los circos que estuvo allà un tiempo y lo recuerdo por una circunstancia muy especial que paso a relatar, porque me queda como un episodio iniciático de mi infancia, la ilusión de niño que el mundo de los grandes pronto empezó a demoler.
Un domingo a la tarde fuimos hasta allà con mi amigo de entonces, Juancito Alderete acompañados por un primo suyo 4 ó 5 años mayor que nosotros que no pasarÃamos de 10 años. El primo de marras era de otro pueblo y estaba de visita en la casa de Clavito, tal el sobrenombre de mi amigo, y era un poco condescendiente en su trato con nosotros, se sentirÃa muy superior y nosotros lo mirábamos con la unción con que se mira a un Ãdolo. Fumaba, tenÃa pantalones largos -seña de los tiempos que la niñez ya era recuerdo- hablaba con un dejo de suficiencia que a nosotros nos fascinaba.
Todo transcurrió con normalidad: nos reÃmos con los payasos, aplaudimos a una foca amaestrada que jugaba con una pelota y se tiraba en una pileta con agua, un caballito pequeño saltaba una valla al grito y latigazo de un hombre que tenÃa un saco rojo y una galera negra y gastaba pantalones de un amarillo chillón.
Pero el último número fue el que más me llamó la atención, el de la trapecista. Apareció envuelta en una capa roja con un forro blanco, hizo un saludo exagerado hacia las gradas donde estábamos nosotros expectantes y cuando se quitó la capa que la cubrÃa descubrió un cuerpo que a mà me pareció maravilloso, tenÃa una malla ajustada, con las piernas blanquÃsimas. Era la primera vez que veÃa los muslos desnudos de una mujer y algo se me atravesó en la garganta, algo que ahora supongo habrá sido un deseo oscuro y vergonzante, algo desconocido, algo que con los años irÃa apareciendo cada vez más en presencia de una mujer
Se subió con naturalidad y profesionalismo a un trapecio que se fue elevando de a poco y comenzó su labor, que no vi, porque yo fascinado sólo le miraba las piernas.
Cuando nos Ãbamos ya anochecÃa. Mientras cruzábamos las vÃas yo comenté con entusiasmo la belleza de esas piernas con las cuales soñé por la noche.
El primo de mi amigo sin dejarme seguir y mientras pitaba un cigarrillo cuyo humo ascendÃa entre los yuyales del terreno del ferrocarril, me espetó :
-SÃ, pero están manoseadas...
Yo intuà algo oprobioso en sus palabras, algo secretamente oscuro, mucho de un machismo resentido que luego en la vida oirÃa muchas veces en los juicios sobre mujeres, pero esa fue la primera vez y me dolió mucho.
Por supuesto, callé. Y ahora que lo traigo al recuerdo quiero salvar aquella primera ilusión ante mi admiración por la belleza de una mujer sin que yo en aquel tiempo lo supiera muy bien y que ese dÃa el primo de "Clavito" truncó como muchas otras veces en mi vida por culpa de un adolescente resentido que ignoró mi sueño de esa tarde inolvidable y no trepidó en destruirlo todo con su comentario.
Para vengarme tal vez de él, a quien nunca más vi, es que digo a ustedes que esa noche lejana la bella trapecista actuó solamente para mÃ, tal como esa noche lo sentà en el más blando y dulce sueño que tuve por entonces.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.