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Miércoles, 7 de enero de 2009
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Islas a la deriva

Por Adrián Abonizio
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Y pensar que tenía un poema tuyo acerca de una isla escrito sobre un cartón con tres agujeros de carpeta. Lo lograste, enloqueciste, que es la mejor de todas. Trabajabas en una casa de repuestos y escribías poemas a máquina, sobre las cartulinas de archivo. Pegué uno de ellos sobre la puerta del lado de adentro de mi pieza, junto a Jimi Hendrix, Kempes y la chica Clairol. Y vos te aparecías bajando del 218, escapando de la villa con el bolsito de cuero al hombro y silbando. Vos, el que escribías poemas y querías jugar en el puesto de Ramón César Bóveda. Levantaste los ojos de tu condena previsible de oler eternamente los zanjones, el agridulce aroma del viento cuando se levanta en el barrial y trae eso que ahora odiás: pobreza de vivir en la zona estrafalaria para siempre. Ahora que habías conocido el techo con guardas de yeso, cuadros de verdad,el aire acondicionado y la heladera casi siempre repleta. Dormías en una casa distinta cada noche, esquivabas regresar a tu caverna de Godoy al 6000 alargando el encuentro con tu pasado que estaba ahí a quince minutos del 218. Dejaste la práctica de Central por las tumbadoras. Tocabas para todos, escribías en esos cartones celestes del trabajo que conservaste un poco más, hasta que lo abandonaste y empezaste a vivir la bohemia en serio: no trabajar, fumar de prestado, dormir de sentado en un bar de músicos que salían de tocar en Radio Nacional y se mezclaban con los pelilargos, los primeros de jeans apretados. Vos y tus cartuchos con palitos de batería, vos que me conociste serio, empeñoso en olvidarme también de quién había sido hasta hace poco. Yo también había dejado el expreso donde despachaba estúpidas cartas de porte con olor a ratón y también escribía poemas con remitente impreso. Poemas sobre islas igual que vos. No seguíamos la campaña de Central, estábamos perdidos en otros territorios. Yo también había desertado de la gimnasia y el orden de los entrenadores fracasados. La jugada genial, el codazo entre amigos, la promesa de llegar a jugar en primera, el olor a meada de los vestuarios, la lucha contra uno mismo y la sensación que había otro mundo mejor, basado en una nada expectante: sin trabajo, sin club, sin futuro. Eso también era una vocación. Escribir sobre islas. Pegar los papelitos en la puerta hasta que los padres se cansaban de uno y nos tiraban el diario recién amanecido sobre las colchas, abierto como una mariposa gigante blanquinegra en la página de los clasificados. Y pensar que yo alcancé a entenderte pero te saqué de mi vida porque necesitaba andar sin companía; hacer el camino hacia arriba a la inversa como vos, pero no precisaba de la complicidad ni la camaradería, dos cosas que debilitan el trabajo en solitario. Redención o victoria. Porque se apuesta, es así: uno deja el trabajo, la familia y el fútbol, los amigos y la novia. Todos estigmas de salitre en la llagas, todas estampas peligrosas, todas casas cómodas donde echarse a cambio de una que es eso sobre lo que escribíamos: islas a la deriva. Familias diezmadas por un mal de cobijo que nos ahogaba: esa familia de pertenencia a una divisa o a un amor nos había dado la espalda y la negábamos. Pero, yo decidí que cada uno lo haría por su lado y a su modo. Dejamos de vernos. Yo me mudé, vos te mudaste pero a ciudades distintas. Hoy nos reencontramos en ese cable tendido que es internet en el último día del 2008. Estás en Italia, luego de cruzar islas e islotes virtuales y de los otros. Estás en cafúa. Podés escribir, te lo permiten. Saldrás en meses. Te quedaste con un vuelto de una recaudadora, cansado del vuelto de los otros. Me mandás una foto con la camiseta del Parma que es como la de Central pero horizontal, sonriente, un diente plateado. Debajo una camiseta blanca con el impreso de un isla.

Ambos logramos entrar en una. Como sea, pisamos su arena y nos quedamos dentro. Cuando regreses con la guita me prometés comprar una para ambos. Lo decís en clave, claro. Pensar que tenía un poema escrito sobre un cartón con tres agujeros de carpeta. Y que nadie, salvo yo, daba un mango por tu futuro.

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