Y pensar que tenÃa un poema tuyo acerca de una isla escrito sobre un cartón con tres agujeros de carpeta. Lo lograste, enloqueciste, que es la mejor de todas. Trabajabas en una casa de repuestos y escribÃas poemas a máquina, sobre las cartulinas de archivo. Pegué uno de ellos sobre la puerta del lado de adentro de mi pieza, junto a Jimi Hendrix, Kempes y la chica Clairol. Y vos te aparecÃas bajando del 218, escapando de la villa con el bolsito de cuero al hombro y silbando. Vos, el que escribÃas poemas y querÃas jugar en el puesto de Ramón César Bóveda. Levantaste los ojos de tu condena previsible de oler eternamente los zanjones, el agridulce aroma del viento cuando se levanta en el barrial y trae eso que ahora odiás: pobreza de vivir en la zona estrafalaria para siempre. Ahora que habÃas conocido el techo con guardas de yeso, cuadros de verdad,el aire acondicionado y la heladera casi siempre repleta. DormÃas en una casa distinta cada noche, esquivabas regresar a tu caverna de Godoy al 6000 alargando el encuentro con tu pasado que estaba ahà a quince minutos del 218. Dejaste la práctica de Central por las tumbadoras. Tocabas para todos, escribÃas en esos cartones celestes del trabajo que conservaste un poco más, hasta que lo abandonaste y empezaste a vivir la bohemia en serio: no trabajar, fumar de prestado, dormir de sentado en un bar de músicos que salÃan de tocar en Radio Nacional y se mezclaban con los pelilargos, los primeros de jeans apretados. Vos y tus cartuchos con palitos de baterÃa, vos que me conociste serio, empeñoso en olvidarme también de quién habÃa sido hasta hace poco. Yo también habÃa dejado el expreso donde despachaba estúpidas cartas de porte con olor a ratón y también escribÃa poemas con remitente impreso. Poemas sobre islas igual que vos. No seguÃamos la campaña de Central, estábamos perdidos en otros territorios. Yo también habÃa desertado de la gimnasia y el orden de los entrenadores fracasados. La jugada genial, el codazo entre amigos, la promesa de llegar a jugar en primera, el olor a meada de los vestuarios, la lucha contra uno mismo y la sensación que habÃa otro mundo mejor, basado en una nada expectante: sin trabajo, sin club, sin futuro. Eso también era una vocación. Escribir sobre islas. Pegar los papelitos en la puerta hasta que los padres se cansaban de uno y nos tiraban el diario recién amanecido sobre las colchas, abierto como una mariposa gigante blanquinegra en la página de los clasificados. Y pensar que yo alcancé a entenderte pero te saqué de mi vida porque necesitaba andar sin companÃa; hacer el camino hacia arriba a la inversa como vos, pero no precisaba de la complicidad ni la camaraderÃa, dos cosas que debilitan el trabajo en solitario. Redención o victoria. Porque se apuesta, es asÃ: uno deja el trabajo, la familia y el fútbol, los amigos y la novia. Todos estigmas de salitre en la llagas, todas estampas peligrosas, todas casas cómodas donde echarse a cambio de una que es eso sobre lo que escribÃamos: islas a la deriva. Familias diezmadas por un mal de cobijo que nos ahogaba: esa familia de pertenencia a una divisa o a un amor nos habÃa dado la espalda y la negábamos. Pero, yo decidà que cada uno lo harÃa por su lado y a su modo. Dejamos de vernos. Yo me mudé, vos te mudaste pero a ciudades distintas. Hoy nos reencontramos en ese cable tendido que es internet en el último dÃa del 2008. Estás en Italia, luego de cruzar islas e islotes virtuales y de los otros. Estás en cafúa. Podés escribir, te lo permiten. Saldrás en meses. Te quedaste con un vuelto de una recaudadora, cansado del vuelto de los otros. Me mandás una foto con la camiseta del Parma que es como la de Central pero horizontal, sonriente, un diente plateado. Debajo una camiseta blanca con el impreso de un isla.
Ambos logramos entrar en una. Como sea, pisamos su arena y nos quedamos dentro. Cuando regreses con la guita me prometés comprar una para ambos. Lo decÃs en clave, claro. Pensar que tenÃa un poema escrito sobre un cartón con tres agujeros de carpeta. Y que nadie, salvo yo, daba un mango por tu futuro.
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