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Lunes, 26 de enero de 2009
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Marcas en el cuerpo

Por Sonia Catela
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Hay que impedirle al segregado que se mezcle o mimetice cuando sale de su apartheid, conventillo, ghetto. Hallar la marca que lo individualice, separe y escarmiente.

Que te graben un número indeleble en la muñeca, o que te estampen a fuego un sello sobre la frente son modos de hacer visibles, ineludibles, la degeneración del degenerado, el estigma del pecado, la contabilidad de pertenencia a un sistema de clasificación y propiedad. Y se ha aplicado mucha creatividad en esto de herrar a la gente según qué defecto y qué lente acusatoria operan.

Los presos de las cárceles argentinas se infligen a sí mismos marcas de castigo. Con el tatuaje de una serpiente enroscada en una espada manifiestan simbólicamente el compromiso de matar a un policía. Y esa promesa se vuelve ADN imborrable.

Otras provienen de los poderes externos, y en esto nada es viejo ni se vuelve historia.

Con signos tallados sobre la piel se sancionó a los contraventores del deporte predilecto gubernamental que es controlar el pensamiento. En París, setiembre de 1768, el Parlamento condenó a tres ciudadanos por vender obras prohibidas. Durante tres días se los expuso encadenados en distintas plazas públicas de la ciudad portando un cartel que decía "Proveedor de libelos impíos e inmorales". Luego se selló a los dos hombres en el hombro derecho con las letras Gal y se los envió a galeras por cinco y nueve años respectivamente. A la mujer, Marie, se le prodigaron las dulzuras de una reclusión en la casa de fuerza de Salpétriére a fin de que le sosegaran la locura. Tres elementos contaminaban la legalidad de un libro: menoscabar la autoridad del rey, de la Iglesia o de la moral convencional. Como de costumbre.

Borges trae a cuento un caso escrito por Herbet Allen Giles: Tiempo atrás el ministro Li Su propuso que la historia comenzara con el nuevo monarca, autodenominado Primer Emperador. Para liquidar la antigüedad, ordenaron confiscar y quemar todos los libros, salvo los de agricultura, medicina o astrología. Los porfiados que ocultaron libros, terminaron marcados a hierro candente y obligados a trabajar en la construcción de la Gran Muralla.

En un horizonte mítico o real, leer siempre genera riesgos.

Códigos morales, religiosos, políticos y económicos mueven el aparato de estampar marcas de castigo. Es que "empiezan a juzgar a todo el mundo y castigar a los culpables, es decir, a quienes no se les parecen", como dice Dostoievski.

A la joven y bella Hester Prynne, adúltera de adulterio cometido en el puritano pueblo de Boston del 1600, hubieran tenido que marcarla al rojo vivo para dejar conformes a las piadosas mujeres de la comunidad; pero estos corazones ultrajados debieron contentarse con que se le impusiera llevar una gran A bordada en la pechera del vestido durante el resto de su vida, A de adúltera, letra escarlata que renovaría minuto a minuto la condena pública sobre su vergüenza, ya que impedir que la culpable sustrajera su identidad y su falta siquiera un momento, era, en esencia, el castigo. La ignominiosa letra perseguiría a Hester hasta el más allá, esculpida en la lápida de su sepulcro.

Se trataba de un contexto en el cual "la religión y la ley eran casi lo mismo", para el cual, la niña bastarda que llevaba Hester en sus brazos simbolizaba una aberración. Religión y ley ¿cómo no acordarse de M, la nena de doce años, violada, al borde de la muerte por infección post aborto clandestino, internada en Mendoza el 8 de enero, aquí mismito, Argentina 2009?

A Jorge Semprún también le colgaron su marca tangible, pero ya no por adúltero sino por comunista: "llevé un triángulo rojo con el vértice hacia abajo, apuntando al corazón, mi triángulo rojo de rojo español, con una 'S', encima". Era 1943, cuando los alemanes clasificaban a la gente según taras e inferioridades.

El ingeniero italiano Primo Levi relata su propia marca, impresa en 1944: "me he enterado que soy un número. Me llamo 174517; nos han bautizado, llevaremos mientras vivamos esta lacra tatuada en el brazo izquierdo. La operación ha sido ligeramente dolorosa y extraordinariamente rápida: hemos ido pasando por delante de un hábil funcionario provisto de una especie de punzón y aguja muy corta. Sólo si enseñas el número te dan pan y la sopa. Y cada vez, al ir a mirar la hora en el reloj pulsera he visto irónicamente mi nuevo nombre, el nombre punteado en signos azulosos bajo la epidermis. Sólo mucho más tarde, algunos de nosotros hemos aprendido algo de la fúnebre ciencia de los números de Auschwitz. El número lo dice todo: la época de ingreso en el campo, el convoy de llegada, la nacionalidad. Todos saben que los ciento setenta y cuatro mil son los judíos italianos, abogados, médicos; son los que no saben trabajar y se dejan robar el pan y reciben bofetadas de la mañana a la noche, los alemanes los llaman "dos manos izquierdas" y hasta los judíos polacos los desprecian porque no saben hablar yidish".

Pero Semprún, autor de dos libros que desnudan su experiencia en el campo de Buchenwald, relata otra experiencia de marcas, vivida anteriormente en el Liceo Henry IV, de París: "Cuando Bloch se presentó con su estrella amarilla (y éramos una clase de filosofía de buenos franceses, sin mancha, no había más que aquella sola, aquella solitaria estrella amarilla de Bloch, por lo mismo mucho más visible. Entonces, Le Cloarec se hizo cargo del problema. Nos expuso su plan. En la siguiente clase de matemáticas pues, cuando entró Rablon sin mirar a nadie (era de baja estatura y aguardaba subir al estrado para lanzarnos su mirada fulminante), todos, excepto Pinel, habíamos cosido a nuestro pecho una estrella amarilla, con las letras de "judíos" veteando el fondo. Bloch estaba como fuera de sí, y murmuraba en voz baja que estábamos todos locos, que era una locura; Pinel se mantenía muy tieso, inflando el pecho para que se viera que él no llevaba la estrella amarilla. Rablon, una vez en su estrado, de pie, él, matemático, fulminó con la mirada a esta clase de filosofastros y malas cabezas. Atacado por sorpresa, cogido en frío por este puñetazo, esta marea de estrellas amarillas que rompía sobre él, extendiéndose como una oleada antes de estallar en lo alto, tuvo una reacción inesperada, se volvió hacia Pinel, y con voz áspera, hiriente, desesperada, comenzó a ponerle de vuelta y media. "Usted siempre quiere distinguirse, Pinel (le decía) nunca hace usted como los demás" y cruzó sobre Pinel el fuego de todas las baterías, de todas sus preguntas, le hizo recitar toda la cosmografía, todas las reglas de matemáticas. Y se marchó cuando dio la hora y fue el grito unánime que saludó nuestra victoria, y añadimos algún que otro 'Pinel al paredón' para que hiciera juego".

Ahora está Palestina, las marcas que pone en los cuerpos esa "guerra". Gira la noria.

En la América colonia, a los indios se los sellaba con hierro para indicar al dueño. También a los esclavos procedentes de Africa, al fuego vivo, como a cualquier bestia, para cobrar un impuesto por su introducción en el país o indicar la propiedad, práctica que persistió en el continente hasta muy avanzado el siglo XIX.

En una carta, Ponce de León rinde cuentas al rey: "He herrado con una F en la frente a los indios tomados en guerra, haciéndolos esclavos, vendiéndolos al que más dio y separando el quinto para vos".

Una de las marcas habituales semejaba una gran corona real con una pequeña cruz encima, por regla general tatuada en hombros, pechos o espalda.

También la tortura sella. Puede verse en la página de Amnistía Internacional las que le dejaron los electrodos a la española Iratxe Sorzábal. Y la marca sigue en pie: es el color de la piel. Te impedirá entrar en un boliche, acceder a un puesto que requiere buena presencia, te convertirá en villero, sospechoso, piquetero, y te demarcará territorios ajenos, como el shopping, los condominios, countries, clubes de golf, tenis, y a seguir.

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