Cuando llueve fuerte mi abuela corre a cerrar todos los intersticios de la casa, esconde las tijeras y los cuchillos por miedo a los rayos que buscan el acero con un hambre sideral.
Cuando llueve, Mate Cocido, el linyera del barrio, que dicen estuvo en la Gran Guerra, se guarece en el alero del baratillo y asà se queda extasiado, fumando desde dentro de su miseria crónica que solo huele mal cuando se moja.
Cuando llueve todo es hermoso, lejano y monótono.
Mi abuela es petiza, explosiva y habla sola. Como no le queda nada por hacer, más que cocinar, entra a la pieza donde duerme y saca todos los trajes de su esposo difunto, las corbatas y las expone sobre la cama, repitiendo su velorio y nos anuncia que cuando crezcamos podremos usar esas vestimentas relegadas ahora por el luto y por el tamaño de los cuerpos.
Cuando llueve se oye la radio, se piensa en cosas perdidas, se habla en el pasillo junto al cortinado de agua, se juega a las cartas y se persiguen hormigas con kerosene. No se puede jugar a la pelota ni a los dardos ni a cazar mariposas. La sangre se estanca y descansa, amparada por el olor a lejanos bosques, montecitos de paraÃsos, zanjones, campos barriados y ese olor preciso que la lluvia misma trae y que es indefinible pues parece hasta acercarnos el olor a chapa, zinc, materiales que mojados no tendrÃan que definirse por aroma alguno.
Cuando llueve repasamos las figuritas. Miramos las caras a color de los héroes, descubrimos que algunos que aparecen en un cuadro hoy ya juegan en otro, reparamos las orejeras del álbum, jugamos a la tapadita, ese jueguito menor pero que resulta un premio consuelo ya que no se puede salir a jugar apoyando pilones de figus contra los paredones.
Llueve, llueve y todo llega a hacerse tedioso y surge un la puta que lo parió aislado, dicho por cualquiera, mirando al firmamento, esperando que escampe y las ranas vuelvan a sus huecos y podamos a hacer picar la de goma en los charcos y embarrar, como sin querer, algún que otro frente odiado, con la excusa de la mugre celestial.
Cuando llueve nos acordamos del Tinto y por eso no nos gusta tanto que llueva. Era un neumático forrado debajo con lona gruesa que nos servÃa de barco. OlÃa a vino por eso de haber nacido en los oscuros barracones de donde fue sacado. TenÃa pintado en su costado la marca indeleble de Firestone y con amarillo le habÃamos puesto encomillado "El Tinto, 1964". Villagra, policÃa de calle Iriondo, nos lo habÃa cerrado por debajo y en un dÃa de lluvia lo fondeó en la Canchita de los Muertos que sabÃamos se inundaba y desde su bicicleta barrera vio cómo navegábamos, palas de madera en mano. Regresó a la comisarÃa ampliadas sus comisuras en una sonrisa puro dientes, con el deber cumplido. No tenÃa hijos y habÃa llegado de donde viven los monos. El Tinto descansaba en la chaperÃa del tÃo de Azuli y lo buscábamos en los dÃas de aguacero saltando la verja amarilla para hacerlo luego pasar por sobre el enrejado de púas.
Un dÃa de lluvia nos avisaron que a Villagra lo habÃan matado de un tiro en la nuca. Estaba entrando a la chaperÃa como lo hacÃamos nosotros, saltando el empuado para traérnoslo. Si hasta Don Guido, el chapero sabÃa de esto y dejaba hacer. El comunicado fue que un policÃa de civil al sorprenderlo trepado dio la voz de alto y después disparó. Lo encontraron muerto dentro del barquito.
Villagra sabÃa demasiado, comentó el Lucho, el quinielero, mientras se hacÃa afeitar, los ojos saltones mirando el techo. -Y eso es jodido en el ambiente, culminó echando el humo de sus Imparciales.
Cuando llueve, en definitiva no se puede jugar y nos quedamos en la galerÃa sorprendidos de la mala suerte, pensando en Villagra, en su sonrisa de caballo dientudo y haciendo cualquier cosa hasta que escampe. Nos ven tristes y creen que es porque no podemos salir a patear.
Cuando llueve toda el agua florida, nuestros buenos pensamientos, un hijo invisible, le entran a Villagra por el hueco de su calavera.
Ya va a parar, murmura la abuela retando al cielo, creyendo nos consuela.
No saben nada del mundo los mayores. Nada.
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