Una vez tuvimos un estadio cerrado para usar en jornadas de lluvia. Una vez supimos tener un patio, embaldosado con los restos de mosaicos, rezago de obra, pero que se nos antojaba un lujo. También una hamaca de neumáticos con la que Ãbamos y venÃamos del cielo como astronautas, el ladrillo ahuecado debajo donde escondÃamos los cigarrillos Colmena y una foto porno cándida. Era aquel predio nuestra cancha de invierno, con techo corredizo que uno giraba de una manija que chirriaba con un agudo espantoso, con depósito de pelota bajo la pileta de lavar junto a las sodas y el Pinocho sin nariz que usábamos de rebote. Un wing ciego que te habilitaba a veces o te devolvÃa un tirito imperfecto y que disminuÃa paulatinamente su hocico. Cenicienta era voladora: la habÃamos subido al árbol de naranja y encastrado en una horqueta para que velara nuestro fútbol sin mujeres. La pecera tosca, y terminada con bordes de cemento que en nada disimulaban que el hacedor de tamaña monstruosidad habÃa querido que aquello pareciera un surgimiento coralino. Dentro navegaban un bagre enano sobreviviente de una pesca con su boca torcida por el anzuelo, dos viejitas del agua y unos gorditos rojos de los coludos que nos habÃan asegurado venÃan del fondo del mar Tirreno. Arriba la reproducción de una marina, con dos pibes rotosos bañando un toro en las olas. Y una gitana, cántaro bajo el brazo, sudada como nosotros dentro de una blusa miserable. Sobre la puerta con mosquitero un cristo que con la ausencia de luz se ponÃa fluorescente, un burrito serrano en terracota y el cuadrito de una cabaña alpina. Y donde terminaba el tendedero una casita del tiempo con sus viejitos que ya no saldrÃan de su cueva por nunca jamás, muertos por picaduras de arañas y reuma. La regenteadora del estadio habÃa, en una hazaña arquitectónica, colgado las plantas en la altura con un alambre reforzado o dispuestas sobre un aparador sobrante que desentonaba, es cierto, con la arquitectura pero de una utilidad manifiesta. Sobre él vivÃan los amarantos, los helechos, las colas de gato, todas capaces de aguantar las ventiscas silbadoras de nuestros tiros con hidalguÃa vegetal en su exposición a la rudeza de demonios que viven, se sabe, en toda casa, en todo estadio cubierto. AllÃ, recuerdo, fusilamos a Coch, el delantero de Boca que le arrebatara el tÃtulo a Central en una noche de semifinales: su nombre se derrumbó en la ignominia y su rostro de rubiecito indefinido fue arrancado de todos los álbumes. En ello estábamos y se sabe que el odio no es buen consejero; la adrenalina subiendo, el canto hormonal de una raza canalla hirviendo en cada disparo. Le estábamos pegando cerca y con cada pelotazo más rugÃamos: lo vimos, al fin, caer al suelo tras una descarga certera que lo aplastó contra la pared, lo retuvo un instante inmóvil, como muerto en verdad y luego lo ayudó a girar sin gracia al suelo. Rugimos, habÃamos espantado el fantasma de la derrota, vengándonos sobre el que nos profiriera tremendo suplicio. Luego nos tendimos ya ahÃtos de sangre, sudados y a salvo de los vientos helados que circulaban fuera. Robles habló, era el dueño de la cancha. Murmuró en un tono adulto, con la voz carraspeada, de un tirón: Vamos a tener que dejar la cancha... mañana vienen los albañiles... Van a techar, a hacer una pieza más acá donde estamos dudó. Un... dormitorio más. Estaba molesto. El tick de su ojos se acentuaba más brilloso por la transpiración. Voy a tener un hermanito y no hay pieza, mejor dicho, le dejo la mÃa y yo voy a dormir acá. Culminó y suspiró como quien se saca algo del pecho. Supimos que estábamos asistiendo al último partido; mañana el lugar estarÃa invadido por morochones de alpargatas, cargando picos y palas, entrando el tanque para la mezcla de la cal. Quisimos saber más, solo nos dijo eso, lo del hermanito. Nuestra despedida fue con fusilamiento de Coch. Tapá la pecera con nylon porque sino se te mueren, aconsejé. Y la foto escondida, recordó otro. Luego, nos fuimos a la intemperie; habÃamos perdido la cancha cerrada que serÃa por magia de los morochos futura cama, refugio, covacha de Robles al que seguro visitarÃamos, en calidad de veteranos en artillerÃas y recordarÃamos entonces los goles allà ocurridos. Sólo José advirtió el milagro. Es increÃble lo que hace Dios: le trae un hermanito y le regala una pieza al Robles. Y eso que la madre no tiene marido...
A sus espaldas, bautizamos el patioestadio como la Cancha de la Viuda Milagrosa y le hicimos llegar para que cuelgue junto a los objetos una fotito del Niño Jesús en su cuna y la figurita de Coch, con la cara destrozada a golpes de Pulpo.
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