Probablemente uno de los Casares refirió a José el caso de un vecino que tras recibir una herencia se compró una avioneta en partes, para ir armándola en el patio de su casa. Se lo sentÃa martillar, cepillar con el compresor hasta bien entrada la noche donde tras un breve descanso, continuaba hasta que algún vecino madrugador lo inquirÃa, amonestándolo, de patio a patio. Apagaba el equipo y ni contestaba. Cómo la harÃa volar era un misterio cargado de absurdo. Se comentó también que habÃa hecho entrar por los fondos del depósito una gigantesca moledora de café gracias a la cual, comentó escuetamente, se iba a llenar de oro moliendo manÃ. Le siguió un Isard chocado que depositó con poleas y vigas en el techo de su dormitorio y que se activaba poblado de banderas rojas y verdes como una veleta al abrazo del viento: Lo habÃa pintado de azul con laterales rojos y según comentarios predecÃa las tormentas.
Con el otoño reprodujo en escala el lago Walen de Suiza en la entrada de la casa, un portón inclaudicable con un escudo de armas, alto como un castillo. Cierta vez se nos cayó una pelota tras su tapia y al ver que no contestaba el llamador, Azuli decidió trepar. Le hicimos "anca" y se saltó dentro, previa revisión de guardianes perros a la vista. -!Ay, ay, ay mamita!, lo sentimos quejarse mientras su cuerpo retumbaba tras el portón y en segundos lo vimos treparse no sólo a la verja puntuda sino también a la casa vecina, de la que asomaban enanitos de jardÃn. Su desesperación lo habÃa hecho subir hasta allÃ, donde sà habÃa un perrazo enorme que intentó atacarlo. Vimos entonces cómo Azuli, maceta en mano la descargaba sobre la cabezota del monstruo. Bajó como un mono por la columna que tenÃa peldaños de fierro. Lo rodeamos congelados de estupor. Azuli estaba azul. Y blanco. Y luego gris. Y luego marrón. Cuando retomó su color rosado y sus manchas de viruela recién pudimos reconocerlo.
Le traje agua que junté con la mano. Estaba sentado espaldas contra el mármol de la casa donde habÃa masacrado al perro. Lo conminamos a irnos. Antonioni lo cargó en su bici. Cuando pudo hablar contó el cuento más fenomenal: Dentro de la casa del loco habÃa un león suelto. Asà de simple. -Un león, boludos, un león, repetÃa ante nuestra incredulidad. Con López retomamos la cuesta: Subimos por la pared pinchuda y nos asomamos: Plantas enormes, el mÃtico avión a medio construir, restos de materiales fabriles, un laguito donde nadaban algunos lagartos y en la galerÃa descubrimos tieso, embalsamado, a un león. Y al loco que nos estaba apuntando con una carabina que sonó sobre nosotros con un estruendo ausente de balas. Sentimos su carcajada y nos dejamos caer desde una altura temible. Cuando pisamos tierra reconocimos a la vecina de los enanitos, perrazo en mano cargándolo en su Fairlane camino al veterinario. No nos vió. HuÃmos.
Al encontrarnos en la vereda del zapatero nos sentamos en cÃrculos a conferenciar. La locura adulta no nos asustaba, nos metÃa miedo el no entenderla. Como cuando nuestros padres se gritaban o la maestra arremetÃa desmedidamente contra algún alumno. No tenÃamos con quién consultar, la familia habÃa desaparecido en el medio de sus guerras cotidianas y siempre parecÃan ocupados. En el bar, el Vicente nos alentó: -Si quieren recuperar la pelota voy yo un dÃa y listo. Eso sà voy con un chumbo porque el tipo está colifa. -Acá tienen, nos extendió el taco Ulrico, regalándonos un tiro. -Para mà el tipo es un fenómeno, un poco chiflado, pero un gran inventor, una eminencia. Parece Chaplin, parece. Ambos se fueron y nos dejaron el paño libre con la advertencia de usarlo unos minutos y no rasgarlo. Festejaban en el casÃn, al fondo, en la bruma, mientras fuera pegaba el sol. -Un buen tipo, habÃa dicho el Vicente. El dÃa que cayó el comando radioléctrico él estaba allà en la esquina con otros vecinos. -Suerte que les recuperé la pelota, ¿eh?. Y nos la extendió. La vecina, la del mastÃn arruinado por el macetazo de Azuli se habÃa quejado a la policÃa por los ruidos y como tenÃa un pariente comisario cayeron y entraron en la casa. Vicente estaba serio, fumando uno tras uno los Imparciales. -Pensar que yo entré con ellos, me podrÃa haber amasijado como a la madre. -Es por la herencia, graficó el contador Campana. Lo miramos: Eran cobardes los adultos. El loco salió esposado y lo metieron en el radioléctrico. HabÃa matado a la madre, la tenÃa embalsamada en el living "como si estuviera tejiendo" graficó la vecina. En las cercanÃas el perro de Azuli reaccionó con la memoria intacta y empezó a gruñir. Su dueña se quejaba plañidera. Pobrecito, mi Toby, le tuvieron que dar diez puntos,...seguro que fue el loco de mierda ese que ojalá no salga de la cárcel nunca más.
Nos quedamos en la esquina cuando todo pasó. Antonioni tiró la pelota a la avenida para que algún auto la reventase. Ninguno se opuso. Estaba infecta de locura, de gente asesina, manchada de eso que sucedÃa en el mundo adulto y que no terminábamos de entender.
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