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Martes, 10 de marzo de 2009
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El pelado

Por Jorge Isaías
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A Fernando Bellini

Pasé pedaleando delante del antiguo caserón de los Bellini y una música querida y antigua me atesoró los oídos. La vieja sierra para cortar madera y ese olor a recién cortada y ese polvillo de la viruta que alfombra el piso negligente.

Detuve la marcha y volví sobre mis pasos. Me paré en la puerta, que estaba abierta. Y lo vi. No pude no recordar el cuento de Conti, creo que es "Las doce a Bragado" donde describe a su viejo tío perdido entre las maderas de su carpintería, abstraído y como ausente.

La diferencia con mi amigo El Pelado Bellini, que de él se trata, reside en que lejos de parecer un viejo conserva, a los 70, toda su vitalidad pese al pelo enteramente blanco.

Me paré en la puerta un instante, mientras lo observaba cortar una madera con una pulcritud tantas veces vista. Como estaba de espalda pude espiarlo a mis anchas. Y relacioné mi cada vez más lejana adolescencia con su figura de hermano mayor con los que nos arrimábamos a la parroquia al conjuro de la palabra seductora del padre Trognot.

¿Adónde fue a parar aquella barra bullanguera?

¿Pepe, Rubén, Héctor, Pirincho, el otro Rubén, Alberto?

Algunos ya no están: Walter, Antonito, Mario...

Cuando se incorporó con la intención de parar los dos listones en que se había convertido el tablón que le vi cortar, recién me vio.

Entonces estuvo a los escasos cincuenta centímetros míos y ante mi voz de saludo, recién me reconoció.

Como siempre, en estos reencuentros después de tantos años, se recuerdan nombres de amigos, situaciones viejas. Hechos vividos hace tiempo, tanto tiempo que no pude no recordar aquella frase de Cholo Vallejo: "Uno le tiene un miedo ciempiés a los relojes".

Lo miré largamente mientras lo oí quejarse de los amigos de aquel tiempo que al parecer, según él, lo olvidaron.

Y luego, como es natural, recordar cosas, De otro tiempo, claro. Como él sigue viviendo en la casa paterna y no se ha casado, me recordó cuando nos reuníamos allí para un asado, una lectura, una guitarreada o unos mates. Todo simple, todo muy sano y hasta ingenuo. Todo perdido en el arcón más hondo del recuerdo. El más insondable y el más querido también.

Aunque mi visita fue breve, pasamos (mejor dicho, pasó, porque habló más él que yo) un pantallazo informativo breve sobre la política y sus hechos locales en este último tiempo. Me fui, prometiendo volver antes de mi regreso. Cosa que hice, y le llevé de regalo una edición vieja de mi "Crónica gringa", que agradeció y con vehemencia prometió leer.

Espero tu opinión -le dije, como digo siempre en estos casos-, luego de escucharle decir que no lo había leído.

Cuando me fui pedaleando lenta y firmemente por las solitarias calle del pueblo, pensé cuánto debían algunos amigos de mi generación a este hombre solitario y bueno, que se quedó muy solo entre sus maderas, sus virutas y su polvillo que se interpone entre su cabello todo blanco y el sol, que todas las mañanas se asoma para saludarlo desde ese maizal que tiene cruzando la calle, ya que olvidé decir: a su casa la separa la calle del campo raso, que también le suele traer una bandada de cotorras verdes, que revolotean un rato frente a su puerta y se posan en ese árbol centenario en su vereda de tierra y que varios presidentes comunales intentaron asesinarle: un espléndido Timbó. No lo lograron porque el Pelado es un auténtico luchador de causas nobles y perdidas, y, es más fácil extirparle un riñón que cortarle una rama de uno de sus árboles queridos. Me gustaría llamar la atención desde aquí para aquellos que antes nombré y otros que no recuerdo sus nombres y que tanto le debemos a este hombre bonachón y generoso, nos arrimemos alguna vez a él, con quien tanta deuda contrajimos en aquellos años que se me presentan como evanescentes de sueño, de distancia, de olvidos y de ojos entrecerrados por la distancia y el polvillo solar que echaron al aire aquellas mariposas perdidas para siempre.

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