Cuando uno es chico la guerra es el juego por excelencia. Matar sin matar, herir, hacer explotar casamatas o portaaviones desde una esquina soleada mientras los vecinos, invisibles, pasan como un decorado es lo más parecido a vivir. Matar, esa era la cuestión. Matar al otro por cercanÃa de una granada o de un balazo en el pecho o en la nuca. Matar. Ah, que bello era matar. Nos la pasábamos matando con La Ley del Revólver, con Laramie, con Los Intocables, con Bat Masterson. Era hermoso matar. No dolÃa ni olÃa ni apestaba. HabÃa que saber matar pero también saber morir. Si a uno le "daban" debÃa caer con seriedad. De nada valÃa tampoco hacerse el que uno era inmune y desoÃr el reclamo justo del que se quejaba porque uno no caÃa con el reclamo gritado de "!Te dÃ, te di, yo te di!". En la guerra habÃa que ser honrado ante todo. Cuanto más, se podÃa alargar el yerro de verse descubierto mostrando una herida en un hombro o en el muslo pero a la hora de morir, habÃa que morir. También se mataba con la pelota. Se "fusilaba" ante un paredón al perdidoso con unas cuantas bailÃos al estilo de la distancia de un penal pero apuntando al cuerpo del vencido. Matar, eso era matar. Era bello matar y por qué no, también el ser muerto. Nadie querÃa ser alemán: lo sabÃamos; habÃan perdido la guerra y eran prolijos, criminales temibles y presuntos ganadores hasta que los aliados los cagaron a bombazos y se les acabó la joda. Todos querÃan ser ingleses o yankis. Como los de Combate. Yo maté todo un invierno siendo Saunders pero como me resistÃa a morir, me degradaron y pasé a ser Doc, el enfermero. Caje era López, con su cigarrito de rama ácida entre los labios delgados y su punterÃa letal. Porque con Combate se mataba con pelota en mano, trapo y algo más pesado dentro, un trozo de madera que le otorgase consistencia. Esa primavera hubo muchos muertos en el barrio; regamos de sangre, uniformes, vendas, vainas servidas la esquina mayor de Alsina. Allà quedamos algunos, enganchados a los faroles, tumbados de lado con heridas montruosamente abiertas, ofendidos en vivir muchas vidas y nunca terminar de yacer del todo. Resucitábamos al rato para volver a fallecer como en un ciclo de avemarÃas, confesiones antes del último suspiro y fotos de nuestros hijos entre los dedos temblorosos. Una tarde de diciembre alguno dijo en medio de un ataque aéreo japonés que estaba cansado de morir y que todo esto ya le parecÃa una pelotudez. Como sincronizados, salimos todos los muertos, los desfallecientes y los francotiradores de nuestros respectivos escondites o tumbas y nos plegamos a la idea. Desde el vidrio gaseoso nos miraba detener la batalla la esposa del tintorero oriental que siempre estaba risueña, en medio del vapor, ignorante que sus hermanos kamikazes pretendÃan volarnos el puente de madera. Esto ya cansó, dijo Toledo dejando su rama de paraÃso que usaba de ametralladora. Propusimos un fulbito que nos alejó de la lidia y creo jugamos sin pensar más que en la delicia que era sentir el rebote de la pelota en cada pie amigo. Al rato, con tanta muerte y deporte nos tiramos a la sombra. Era mediodÃa y el mundo zumbaba de vida, con sus carros en el empedrado, el aroma a pan y el fragor de la chaperÃa donde nos guarecÃamos en su media sombra. Algo nos habÃa sucedido, nunca más jugarÃamos a Combate ni a morir ni a matar. Sólo a la pelota, que se tornó inmortal en ese instante. Inventamos treparnos a los camiones en movimiento; cruzar y que el paragolpes de un cascarudo nos roce el borde del pantalón corto; caminar sobre los abismos de las casas abandonadas en la cercanÃa de los cables de luz; subirse a los plátanos más altos sobre la flexibilidad amenazante de algunas ramas finas. Todo eso y mucho más. Ninguno murió de veras ese verano, pero jugar a Combate nunca más. Ahora precisábamos asomarnos a morir, como un conjuro de tribu. Nos exponÃamos cada vez más a mordeduras de perros furiosos, a vidrios puntiagudos en el portland de las casonas, a la electricidad, a las aguas oscuras, a las bocas de tormentas que se llevaban niños, a revólveres de locos furiosos que tenÃan su cueva en las inmediaciones de la canchita, a violadores borrachos, a astronautas ciegos que nos esperaban con sus armas de rayos, a asesinos de pibes que los despanzurrababan con un palo de escoba, a conductores vampiros que en la noche buscaban embestirnos. A todo ese mundo urticante, dramático y peligroso nos estábamos adentrando, pero jugar por jugar a morirse como en Combate nunca más.
Una nochecita mientras la bola rodaba calle abajo de vuelta, harta seguramente de nuestras patadas uno preguntó al montón: -¿Che, como será la guerra de verdad?. Como en mi casa, exclamó Azuli que habÃa nacido en una madriguera de violencia. No, la otra, graficó el que habÃa hablado. Ya llegará, recuerdo que dije yo y me alarmé hasta con piel de gallina, porque alguien o algo habÃa hablado por mà con una seguridad pavorosa y ya todos estábamos sabiendo que aquello habrÃa de ocurrir .
Al Tato, que estuvo en Malvinas, lo vi ayer y lo saludé desde el 110.
Es médico y jugaba en el campo para pagarse la carrera de medicina hasta que lo llamaron al sur.
El sà que fue un jugadorazo.
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