Robertito se veÃa doble, y lo nombro desde un perspicaz diminutivo porque aún recuerdo las tardes inclinadas que pasábamos juntos devorando hasta las migajas de las tortitas negras con chocolatada. Porque aún recuerdo los ravioles de domingo que nos servÃa con rigor su abuela Tita, porque no puedo olvidar el dÃa de los cincuenta buñuelos, la noche del lechón relleno con panceta. No puedo olvidar cada indigestión, cada madrugada de palanganas sucias, cada mañana de boldo y limón. Aunque sé perfectamente que desde que puso una rotiseria en su casa, se casó con la flaca Loli y tuvieron mellizos, nunca más fue al club a jugar truco con los amigos y nunca más comió pizza popular en la cancha. Pero el problema de Roberto no era el casamiento, ni los hijos. Lo escandaloso era que Roberto se veÃa doble y no era su miopÃa ni su borrachera perpetua, sino los cincuenta kilos de más que poseÃa.
Sintió la urgente necesidad de adelgazar. QuerÃa encontrar la manera de hacerlo en su propia casa, en su rotiserÃa y sin dietas ni dietólogos. Con la flaca Loli y los mellizos como únicos testigos permanentes de este cambio. Con las hamburguesas y los carlitos saludándolo con sus olores y colores todos los dÃas, como lo hacÃa el sordo Miguel, el de la ferreterÃa de enfrente, que cada vez que Roberto entraba o salÃa de su casarotiserÃa, le clavaba en el ángulo el ya clásico "quehaceitito".Pero esta vez iban a ser las hamburguesas, desde adentro del pebete, asomando como una lengua entre la hoja de lechuga, las que le iban a susurrar el "quehaceitito" cada vez que pasaran frente a él.
Tremendo problema el de Tito. Porque al sordo Miguel se lo bancaba, como se lo bancó durante años, desde que el viejo Emilio crepó y le dejó la ferreterÃa. Pero esas hamburguesas de mierda. Después de tanta fidelidad, de cocinarlas en su punto justo, dejándolas de ese color inconfundible, casi como el color que un pintor busca toda su vida y una vez que lo encuentra no lo deja escapar. Después de acostarlas sobre las hojas de lechuga más mullidas y de taparlas con esas rodajas de tomate que parecÃan dibujadas con un compás. Y una vez que estaban listas, tomar valor y clavarles los dos escarbadientes con una rapidez y precisión digna de la colorada Rita, la enfermera que le ponÃa el Diclofenac cada vez que a Tito se le movÃa el cálculo renal. Como resistirse entonces a semejante ceremonial, como romper ese lazo, el cÃrculo de baba que habÃan tejido juntos, con tiempo, con dedicación, él y la hamburguesa.
Pensó en cambiar de rubro. Se acordó del sordo Miguel y de su ferreterÃa.
"Se la compro... me mudo a la ferreterÃa y ahà pongo mi cuartel general, sin tentaciones cerca. Es un buen primer paso", pensó. Y en cierto sentido tenÃa razón. Cambiaba hamburguesas por tornillos, carlitos por cemento de fraguado rápido. Olor a papas fritas por el inconfundible olor a aguarrás... Buen comienzo. Y se la compró nomás.
Y ahora cómo seguÃa ?... SabÃa que la solución venÃa de la naturaleza, pero no sabÃa bien de qué lado.
En el fondo de la ferreterÃa habÃa un terrenito. Medio abandonado. Un par de limoneros cansados, que muy de vez en cuando dejaban asomar a lo sumo media docena de limones verdes como la lechuga mullida que usara en la rotiserÃa.
Roberto daba vueltas y pensaba. RecorrÃa la ferreterÃa, salÃa al fondo, miraba los limoneros y cada vez que pasaba por la puerta del baño de afuera, que era de vidrio y que aunque estaba sucia algo reflejaba, se veÃa doble otra vez. Y en una de esas idas y vueltas encontró el cajón con las cadenas gruesas que una vez le habÃan encargado al sordo Miguel para las persianas del club y que después que el equipo de basket quedó afuera de la liga regional nunca más las habÃan ido a buscar. Candados habÃa.
Un dÃa se pegó un buen baño, se afeitó, fue al fondo de la ferreterÃa y se encadenó prolijamente a los dos limoneros. Ajustado pero que no duela. Las llaves las tiró lo más lejos que pudo. Y en el matorral de la pared del fondo, las perdió de vista.
Esa tarde la ferreterÃa tenÃa afuera el mismo cartel que usaba el sordo Miguel cuando se iba a pasar sus vacaciones a Bigand, a lo de su tÃa Olga, sorda como él.
La flaca Loli y los mellizos se habÃan ido a pasar unos dÃas a la cabañita que el tÃo de Loli tenÃa entre Cachi y San Antonio de los Cobres. "Apenas estemos en la ruta volviendo y tengamos señal te llamamos Tito".
Tuvo hambre. Pero él no querÃa aflojar. "Cuando vuelvan ni me van a conocer".
Pero esa noche se acordó del agua. Tito se habÃa olvidado de acercar el bidón con la pajita que prolijamente habÃa preparado y que lo miraba fijamente desde el baño de atrás, por la rendija que dejaba ver la puerta de vidrio mal cerrada que hace un rato nomás lo habÃa reflejado doble.
Entonces empezó a gritar, pero en el barrio a la noche se cerraba todo. Gritó un rato. Pero no mucho. Es que le dolÃa un poco el pecho. Y gritar le hacÃa peor. Él sabÃa que la solución a su problema estaba en la naturaleza. La dieta de los limones.
El dÃa que volvió la flaca Loli con los mellizos, no encontraba la llave de la ferreterÃa.
Menos mal. Cuando Paquete, el cerrajero, sintió ese inconfundible olor, la cruzó de vereda y se la llevó a lo que quedaba de la rotiserÃa, con el recuerdo del olor de las hamburguesas que te volteaba desde la puerta.
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