La muerte no existÃa y éramos libres. El barrio era una sola calle multiplicada en tres donde se jugaba a la pelota. Todo lo demás, las enfermedades, el universo de latitudes enojosas que los grandes arrastraban no existÃa. No afectaba el repique de la pelotita chica y el dolor cuando nos buscaba la musculatura pues era de esas duras que hasta dejan mella sobre el empedrado o que el liso pavimento nuevo no sea una cancha con césped llano, como si jugásemos en un campo mineral de Marte. Por todo ello es que cuando prohibieron el fútbol, en la calle esa, nos armamos para la guerra y advertimos que al fin ese odioso e incompleto mundo de mayores emperrados en ser infelices con amonestaciones, Dios arbitrario y diabluras se nos empezaba a venir encima. Empezó con una queja de los de siempre acerca del ruido. Luego se completó la escena con otros, los que nunca opinaron y finalmente la traición de algunos que creÃmos incondicionales nos desbordó. Todos, en secreto o en una masa invisible, una marea de runrunes habÃan decretado que no jugásemos más en las tres cuadras de la cortada. Se aprovecharon de un vidrio roto y una nena golpeada, pero no era suficiente. Actuaban en formación guerrera, en hermética cofradÃa porque cuando veÃan a uno de los nuestros en el mero amague de desenfundar la pelota, directamente nos acusaban de crÃmenes inexistentes o en algunos casos hasta llamaron al Comando Radioeléctrico, incautador profesional. Juancarlitos vivÃa en la cortada central: era adoptado, de quijada sobresaliente, jorobado de tanto andar con las manos en los bolsillos y no le importaba un corno el fútbol. Sólo la ciencia y el ajedrez. Ya se sabe: padres longevos, ausencia de cariño y pibe que vive en la calle sin control ni compañÃa. Se masturbaba mucho el Juancarlitos. El mismo lo afirmaba, escupiendo de lado en un tick lastimero de grande sin serlo, de fumador precoz. El fue el que se acercó al grupo una tarde de deliberación y sacando su regla T de entre el follaje pétreo de libracos aseguró que los iba a matar a todos, a todos estos habitantes de la mierda que impide que ustedes jueguen, che. Con semejante ayuda temblamos. Era capaz de todo: se comentaba que se cogÃa a su perra blanca, que le llenaba de lombrices la cama a su madre, que orinaba dentro del taxi estacionado al lado de su casa, que era escapista de los techos con alguna frazada ajena y por sobre todas las cosas que le encantaba el fuego, el demonio y que por todo eso no habÃa tomado la comunión. Aquello pasó, lo vimos irse, ladeado, masticando el chicle y una canción de moda bastante estúpida. Antonioni, grave, morocho hijo de india y de italiano, desde su bicicleta nueva lo cotejó y solemne aseguró que el Juancarlitos nos iba a traer quilombo. Fue en Semana Santa, cayó un viernes, recuerdo. Hubo un revuelo furibundo en la calle, un aleteo adulto de voces y ruidos. Salimos todos. Allà al alcance nuestro, tanto que su calor nos llegaba hasta las caras, estaba el incendio más descomunal del mundo, la escena más asombrosa jamás vista por pibe alguno. Cada lÃnea de bleque que dividÃa en perÃmetros iguales los baldozones de cemento, canchas rápidas que nos servÃan como coto demarcatorio estaba ardiendo. HabÃan derramado sobre cada fleje oscuro del pavimento kerosone. Y en algunos sitios hasta habÃan dejado ramas. Fogatas hasta el infinito. Un horizonte de fuegos perfectos que parecÃan multiplicarse. Se dispusieron baldes con agua, arena de las obras en construcción y me recuerdo parado, bajo las estrellas en nuestra cuadra esa noche no habÃa luz eléctrica de farol viendo aquello como un recibimiento, un algo potente e indescifrable que me dio escalofrÃos. En la semipenumbra, entre al alboroto, Juancarlitos hablaba con Antonioni. Llegué justo cuando susurraba: Pavada de iluminación para cancha nocturna les dejé -y lo codeaba, su otro tic. Antonioni lo miró incrédulo como un cacique que ve a un fantasma del peyote en el reborde de una planicie. Le hizo los cuernos: Vos estás embrujado hijo de puta. Algo tronó en la otra cuadra: el armatoste de auto estacionado por siglos bajo los paraÃsos de los Lutieri estaba ardiendo tocado por las llamas y se quejaba. Se veÃa el corretear de hormiguero alrededor. Juancarlitos miró la escena y halagado por los dichos de Antonioni afirmó eso y mucho más. Tuve que sacrificarla a Satán para que entendieran que con los pibes no se jode, ¿eh?, advirtió. Su perrita, mustia, hecha un trapo de ceniza fue encontrada atada al palo de una de las junturas. Esa fue su firma y su perdición. Lo recluyeron en un hogar para criminales púberes y según se cuentan sus padres ni nadie lo fue a visitar nunca. Con la tragedia la gente se olvidó de la prohibición y dejaron que volviéramos a jugar, vaya a saberse si asustados por el hecho o advertidos que habÃa un Mal que nos estaba protegiendo. Nos interrogaron, nadie sabÃa nada ni era cómplice. Sólo recuerdo que miré hondo al fondo de los ojos de los vecinos que nos preguntaban y descubrà que en todos ellos no existÃa aquel fuego visceral y palpable que iniciara el pibe, sino uno más tenue, el de la zoncera y el aletargamiento, ese que no quema, mas te vuelve el alma frÃa.
El torneo que ganamos ese otoño, en secreto, lo bautizamos El Juancarlitos.
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