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Viernes, 24 de abril de 2009
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Ultima ojota

Por Bea Suárez
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Dedico este pequeño escrito a mis tíos Alcira y Petizo. Para que la poesía les arregle el corazón, roto a dúo, extraña y familiarmente ... roto a dúo.

Abrazo la primera tarde del invierno, intentando que deje su mármol, me aferro a las hojas que cayeron, camino un tiempo humano bajo el sol, las estaciones se extienden en círculos bajo mis pies; esa repetición, sin embargo, es dulce.

Imperio de temperatura, vuelan los diarios en calle Santa Fe y Sarmiento. Atraída por el río, me asomo a su terraza vieja, hecha de filigrana verde y pienso en el verano que ya no está.

El invierno pone límites a mi hogar, es la culata del año, un salto de gamulanes extraviados, pupilas detenidas con el impacto de la última ojota.

Vagabunda de ciencia y nación empiezo con el humo en la boca, las palabras paganas por el espíritu ido de enero, en mi cabeza hay caminos surcados por las vacaciones de antes.

El invierno llegaba al pueblo, a las casitas, a la chapa, a los eucaliptus de la plaza. Nunca termino de volver a verme en ese pasado, es un recuerdo o una hechicería que me ha dejado crucificada esperando comprender la raza de la infancia, la poca rebeldía.

Mayo llegaba con su domesticidad, los perros y nosotras volvíamos a viajar en alfombra, yo leía con una honestidad que luego fui perdiendo.

Van aminorando mis facultades descriptivas, olvido a la niña un poco santa que se escondía bastante en el echarpe. La patria de la primera helada alimentaba nuestra camaradería, una riqueza ardía entre polenta y puchero.

Jamás pertenecí al invierno, no podía sentarme en sus trimestres, el exceso de lana, mi falta de coraje, la serenidad con que ansiaba la pileta. El año era tan largo, yo esclava de la espera.

Octubre estaba lejos, ahí me preparaba para la perfección, pero mientras tanto una teología seria de estufa marca Sol mostraba (cielo arriba) el color gris de mis propias tragedias.

El pueblo silvestre, su catecismo simple, la iglesia de puente de la vía. El pueblo gordo, con el invierno rojo doblegando animales y gente de épocas del kerosén. Mi abuelo saliendo con linterna a buscar los diarios a la ruta, los vidrios empañados de su hermosa memoria.

Mi inocencia me hacía llorar. Llovía helada y lloraba. Pullóveres tejidos por manos barriales, sosteniendo las complicadas agujas del vivir.

Primera tarde en que me abrigo, saco el cuero, la estación se encoleriza conmigo, me golpea, siento más frío que bondad y Rosario es un remedio en comprimidos sublinguales de asfalto.

Pensar que fui una niña caliente en todo eso, en ese cine, entre los fresnos. Pensar que vivía menos irritada comprando el pan en lo de Gabbi, chicas de Tutto, etcéteras.

Esos seres, multitudes de gente que amasó, que alimentó mis manos para hacerlas escribir el secreto los términos insospechados del presente.

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