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Miércoles, 13 de mayo de 2009
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Pelotas celestiales

Por Adrián Abonizio
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Nosotros habíamos visto ya desde la pantalla en blanco y negro suficientes cosas como para no creer en otras. Los globos aerostáticos se elevaban hasta congelar las narices de sus tripulantes en alturas cercanas a las estrellas. Los Spittfires se masacraban contra los de la Luftwaffe y los Zeros se estrellaban en los portaviones al grito de ¡Banzai!, ¡Hijos del Sol!, amados y envidiados. Arriba, mientras repasábamos los tarjetones en forma de figuritas que venían con un chicle rectangular a modo de anzuelo, apareció un avioncito de lata anunciando con su portavoz desgarrado la llegada del Circo de los Hermanos Calabrini. Estábamos allí en la modorra de la cárcel de la calle, sin ánimo para el fútbol ni para la matanza de mariposas, ajenos al destino que se insinuaba acechante y que consistía en la llegada de las clases. Abúlicos e irritados combatíamos el tedio chuzeándonos con motes o vergüenzas que cada cual escondía en el mayor o en el menor de los secretos. En ese halo de infantil asesinato nos encontró José y nunca su llegada, frenando la bici a centímetros de mi tibia, fue tan bienvenida. Le faltaba el resuello. ﷓¡Hoy, hoy pasa el avión que tira pelotas! Algo sabíamos pero no le habíamos dado crédito: cuando lo quisimos averiguar por el Fabio, el hijo de Robel no lo encontramos. Rodeamos a José. Se explayó tomando aire: ﷓¡Me dijo mi primo que esta mañana estuvo en el Saladillo y pasó bajito tirando pelotas en los campitos! Era una maniobra publicitaria de la firma: arrojar desde la altura números cinco para la muchedumbre exaltada. Para nosotros aquello era una oportunidad única de asistir al gentío, procurar hacernos de una y además lo que susurró Toledo: ﷓Armemos baterías antiaéreas, así lo tumbamos. Aquello nos sacó de la modorra y al ponernos de pie, en la algarabía de la posible destrucción y muerte sentimos el ímpetu guerrero: por algo éramos chicos que veían films donde los aviones se iban a pique con la cola ensangrentada de humo. José dijo que no sólo estábamos locos sino que éramos boludos, que nunca una gomera iba a llegar tan alto. ¿Si los globos podían, si podían los barriletes,los Mustangs, los Hurricanes, por qué no nosotros?. No queríamos alcanzar una pelota sino hacer caer el avión y que explotase sobre alguna casa, matar, destruir, incendiar. Salimos a la siesta hacia el campito de Carrasco: ya había gente juntándose, buena señal. Las baterías iban escondidas en los bolsos y fuimos tomando posiciones. Los árboles altos nos dieron resguardo y dejamos a dos de los nuestros a campo abierto, con las gomeras entre los calzoncillos y el cinto. En el fondo teníamos esperanzas exorbitantes: que cayera justo sobre la iglesia o el colegio cercano. Sin matar gente, que tan solo se viera las estelita humosa de fuego y que la carga de pelotas inundara las calles. No se impacientó el día, cayó la tarde y recién, a lo lejos oímos el ronronear del aparato: el altoparlante decía que era de Robel y que lloverían pelotas sobre la ciudad. La negrada parecía Africa en los campamentos de refugiados: levantaba los brazos al cielo. Nosotros como buenos soldados, nos calamos mejor el casco, encendimos un cigarrito de yuyo y esperamos. Decepción: el avioncito hizo como un mohín y giró para perderse hacia el norte, hacia Arroyito. Toledo perdió toda compostura. Se tiró del árbol y luego explotó: ﷓¡No se nos van a cagar de risa así nomas estos putos! ¡Vámonos a la mierda, síganme que ya sé lo que vamos a hacer! Cruzamos Avellaneda y en minutos estábamos golpeando la casa suntuosa de Fabio el hijo del dueño de Robel, de donde lo arrancamos hasta llevarlo secuestrado y pasarlo por sobre el tapial de Enrique. Alguien lo ató al níspero donde lo interrogamos. ﷓No sé nada, decía. Era chiquito, de lentes, con un corte de pelo beatle. Comprendimos la magnitud del hecho. Afuera se sentía a sus padres llamarlo. Nos asustamos. Lo hicimos salir jurando no delatarnos. No sólo cumplió: volvió al día siguiente con un par de pantalones que remedaban a los verdaderos. ﷓Leguis, decía en el cuerito de atrás. ﷓Es por el rescate, agregó tirándonos una redonda flamante. Lo hicimos de la barra. Le pusimos Comandante Zero como los aviones japoneses, en homenaje a su alma de kamikaze.

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