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Jueves, 4 de junio de 2009
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Por Gary Vila Ortiz
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En una de esas mesitas que se llaman ratonas, no en honor a Mickey ni tampoco al recordado ratoncito Pérez sino a ese otro que anduvo por varios sitios, como ser (me decía un cronopio que se llamaba Membrillo) en una caminata de Sócrates y antes de eso en el pesebre donde nació Jesús y antes de antes acompañando a un dinosaurio amigo y herbívoro que respondía en ocasiones al nombre de Romualdo. En esa mesita tengo la primer botella de Old Parr que dejó en seco mi abuelo Lucas, la placa del primer consultorio que tuvo mi padre, una flor amarilla que sé pero que no sé por qué está, un tomo descuartizado desvirgado, diría su autor de un libro que fue de Sarmiento y un frasquito de láudano que ayuda a la memoria. Además, las mesas ratonas son infinitas para guardar y perder cosas: el manuscrito de un poema de Julio Cortázar, "Los días van", que Cortázar dedicó a Dorita y Jorge Vila Ortiz, mis tíos por triplicado, el 21 de enero de 1950 en el Mediterráneo. Significa que, por algo que no sé cómo llamar, tengo la parte superior de la uña del dedo meñique de Cortázar con la misma que borró una coma que había de más en "El perseguidor" , que ese milímetro y ochenta y siete de Cortázar es como si fuese mío. Puro Fetichismo con mayúsculas, me dice un fama, pero no me importa, no, para nada. Me gustaba tanto ese poema que Jorge que vaya uno a saber por dónde anda con Julio y Dorita me prestaron el texto y entonces, en un libro que se llamó "Borges en Pichincha" y algo más que he olvidado, que me publicó Homo Sapiens no recuerdo en qué año del siglo pasado y que ahora no tengo más, lo incluí junto a una foto. Nadie lo reeditará, lo que es razonable: el libro no es de los reeditables y menos aún de los redituables, no, para nada.

Pero el manuscrito del poema se encuentra aún en las páginas sueltas que todavía quedan de aquel libro, así como también la foto de Dorita y Julio, de espaldas, creo que caminando por Florencia mientras buscan el Palacio Pitti, en una fría y nublada mañana de ese año de 1950.

¿Y eso qué?, me preguntan los famas que abundan en esta ciudad, pero que siguen siendo menos que los cronopios, aunque algunos cronopios ya no están en Rosario. ¿Y por qué?, repiten. Y por nada, les digo, por los mismos motivos que me gustan los pebetes de mortadela, soy hincha de Newell's y me complace la lectura de Connolly, todos los días alguna página o dos o tres, menos los miércoles, que los dedico a Jules Renard, los sábados, cuando leo el Journal de Gide, los lunes, que releo a Borges, los martes, que me esmero en subrayar algún cuento ya subrayado de Chandler, los domingos, que me entrego a Salinger, los jueves, que repaso a Orwell, y los viernes, cuando trato de aprender de memoria algún poema de Ezra Pound. Entonces, se enojan las famas y los famas, vos sos un mentiroso: ¿cuántos días tiene la semana? Pobres, me digo para mí mismo, no han leído a Landrú ni a Caloi ni a Copí ni a Quino y menos aún a Fontanarrosa y, por supuesto, tampoco a James Thurber o a Chester Gould o a Herbert J. Miles. Mejor, no los hubieran entendido, creo, o lo que es peor, los hubieran malinterpretado.

Pero volvamos al manuscrito, que ahora me sorprende con tanta sorpresa que lloro, quiero decir, con lágrimas en los ojos, en los "Papeles inesperados" de Julio Cortázar. Para mí es un hallazgo doblemente inesperado. ¿Cómo podría agradecer a Aurora Bernárdez y a Carlos Alvarez Garriga su inclusión en el libro? ¿Cómo hace un tipo que está casi encerrado en un departamento, sin celular, claro, sin email, sin otra cosa que la vieja máquina de escribir y sin ningún buzón rojo o colorado cerca? No lo sé, pero alguien me ayudará. O sea, se indignan los famas, que me persiguen con encono, que escribís estas pavadas solamente para decir eso del poema dedicado a tus tíos. Es verdad, admito, es verdad, y me tapo la cabeza con un centón que me regaló mi tía Carlota, que murió sorda como una tapia y loca de bella locura como una lechuga. No me importa, en realidad. ¿Y con qué compraste el libro si no tenés un mango? Sacando lo que tenía y ya no tengo en un porcinito o un puerquillo de color tierra siena, al que no hay necesidad de romper para sacar lo que atesora en su estómago, y al que no romperé pese a la fiebre porcina, no, de ninguna manera, no te preocupés, Calígula, le digo al puerquito, no te voy a romper y poco a poco voy a darte alimento de nuevo, Dios me ayude.

En cuanto al libro, creo que es como volver a pensar, después de 25 años, que Cortázar es único y que dejó escondidas cosas también únicas para que sean encontradas ahora. Cortázar se repite, insisten las y los famas con el color violeta feo de la envidia, no ese violeta tan bello de los atardeceres en la pintura de quien a usted se le ocurra. Hay, sigue habiendo, esos con la nariz inclinada hacia el infierno, que siguen y seguirán diciendo que Cortázar no es lo que algunos como yo creemos que es. Dejemos, pues, que caigan en el infierno y se quemen bien quemados. El libro es fenomenal porque es viejo y nuevo al mismo tiempo. Tiene prosas y poemas que uno quisiera haber podido escribir. Pequeñas prosas y breves poemas que solamente Cortázar podía escribir. No es necesario precisar, me susurra un cronopio, que el libro no es en su totalidad de textos inéditos. Yo me siento inédito, lo que me hace doler un poco el omóplato izquierdo y otro poco el codo derecho. No importa que haya publicado unas cuantas cosas: sigo siendo inédito. Cortázar, en cambio, no puede ser nunca inédito, por eso estos papeles que se reúnen en cerca de quinientas páginas son inesperados pero no inéditos. Y algunos de ellos vienen con eso tan particular que tiene Cortázar, eso que para calificarse necesitaría de un Borges que diera con el adjetivo justo, como esos que escribió para las piezas de ajedrez.

Si empieza el libro por la parte final, la de los poemas, me pondría contento, pero usted, el lector, no lo sabrá. No importa. Si lo empieza por otro lado también me alegraré. Sea como sea usted puede elegir, como en "Rayuela", su propia manera de leerlo. Y quizá con estos papeles inesperados se inaugure una nueva "Rayuela", que había dejado de gustarle a unos cuantos, pero pensándolo mejor es conveniente que esos cuantos no tomen este libro de ninguna manera, ni aunque en el fondo tengan ganas. No lo merecen. De ninguna manera merecen leerlo. O mejor, como castigo, obligarlos a que lo aprendan de memoria.

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