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Jueves, 11 de junio de 2009
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Palinuro

Por Víctor Zenobi
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La luz de la luna transforma al mar en una fosa brillante y trastorna el trajinar de las naves, que contrarrestan la marea con la esperanza de arribar a alguna playa cercana. La solitaria figura del piloto que guía a la nave capitana, Palinuro, acata con respeto el rumbo que le dictan las estrellas y se entrega confiado a los designios que la noche depara. Ni la húmeda calma que lo invade, ni la sospechosa serenidad del cielo y el mar, son suficientes para que intuya los habituales desatinos que los dioses deparan. De tanto en tanto, recorre con la mirada el ancho ámbito de la nave, mientras el progresivo desplazamiento de las sombras atenúa la nitidez de los objetos, que parecen integrar un mundo transracional, cómplice de una mántica susceptible de transformarlo todo: su convicción, su destreza, incluso la cordura necesaria, la cordura que quedó suspendida en el estupor cuando algo desde el fondo de la noche se acercó, al principio susurrando su nombre: Palinuro, Palinuro..., y en seguida, la imagen de Iasio, su padre, atormentando con visiones horrorosas que usurpaban al olvido, el festín de la sangre, los cuerpos lacerados por el caos de las lanzas y la Patria, arrasada por el fuego del griego... La visión duró unos instantes, pero fue suficiente para que la intimidad reapareciera reviviendo el nudo de su nostalgia; él había reverenciado el túmulo funerario de su padre, había visto el cadáver de Héctor arrastrado por el carro de Aquiles, había visto arder las torres de su ciudad, oscilando entre el deber del ciudadano o el deseo del mar. Pero, a partir de la caída de su ciudad, el mar dejó de ser el suyo; se había convertido en un mar sin patria, sin retorno y de una multiplicidad multiplicable en la vivencia de vagar en una inmensidad sin orillas, un mar cuyo silencio sólo es trastocado por el gemido del velamen y el aleteo de los remos en los toletes, impulsados por manos condenadas que lo destinan a la noche ancestral, donde el canto de las sirenas enrarece los sentidos y los lívidos rostros de Príamo, de París y de Héctor, se espejan en las tinieblas, fustigándole el alma con la insistencia de una pesadilla. Una pesadilla consistente que desarticula el espacio y el tiempo, acentuando en el ahora, un presente cargado de pasado, cuyas ruinas el misterio del tiempo no logra dispersar. Troya ha caído... A pesar de no ser un guerrero, a pesar de que su ámbito abarca el lenguaje que urden los planetas y los augurios que brindan las distintas versiones de la luna, lamenta no haber compartido la suerte de su pueblo, derrotado por un ardid ardiente, un ardid determinado por los Dioses, que resultaron muy crueles entonces, o acaso no... acaso la razón fuese más despiadada... acaso, los dioses solo fuesen un subterfugio de la mente y los hombres como él, una sombra innecesaria que aún bajo las inflexiones de la luz, permanece oculta y destinada a la sombras... No quiso seguir, no en ese sentido, no quiso convocar a preguntas que no tienen respuesta... Se inclinó sobre la borda, mirando el mar que era ahora un flujo infinito en el devenir del mundo, poblado de distintos cursos de tiempo, un tiempo rezagado que comenzaba a interrogar el misterio de su existencia. No en vano su madre le había enseñado que el desvelo, diseminado en los surcos de la noche, subleva las incógnitas formadas en el fondo de uno mismo, procediendo de la oscuridad y dirigiéndose hacia ella, al precio terrible de haber perdido su unidad... Y sin embargo, allí estaba, allí permanecía, iluminado por el ojo de la luna que convoca a las voces de la noche y a algo más profundo aún, más real, algo que valía la pena asumir para disipar todas las dudas, el enigma del sueño, cuya nostalgia arrastra el nombre de su perdida ciudad... Troya ha caído... Troya ha caído...

La convicción inexorable y despiadada de lo real se reiteraba una y otra vez y lo hacía tambalear peligrosamente en la circulación de la noche que ahora giraba sobre sí misma, parpadeando fatalmente sobre un tiempo donde las cosas brillan en la imagen móvil de su frágil eternidad. En ninguna otra noche, habría dejado que los sueños modificasen su destino o siquiera que la sutil sugerencia de Morfeo, le susurrase al oído la convicción del reposo, pero esta noche era distinta, en esta noche, como nunca antes, deseaba dormir, distraerse del mundo y no despertar en un suelo incómodo a su intimidad extranjera donde habría de perder hasta el habla... El había deambulado por el mundo y en unas semanas le habían ocurrido más cosas que a muchos hombres en toda su vida, pero ahora... parecía que todo eso no servía, no lo justificaba... ¿Destruidas las altas murallas de su pasado tenía sentido introducir sus fantasmas en un futuro foráneo? En la incertidumbre del presente, colmada la verdad con el olvido, que su impúdica memoria rechazaba, se supo incapaz de tolerar el futuro... Alzó los ojos y miró la inmutable multiplicidad de los astros trazando su secreta escritura. Rigel y Betelgeuse en la constelación de Orión, Aldebarán en la constelación de Tauro...y desterradas del eterno silencio, el consuelo de unos mínimos sonidos desgarrando unas palabras... ¡Troya ha caído! ¡Troya ha caído! ¡Troya ha caído!

El mar adquirió el fulgor de un oráculo cristalino, desplegando en los surcos de espumas la sensación de un retorno que prometía abrir las puertas del misterio y redescubrir, tras un inminente anegamiento, el país de la infancia... ¡Amada Troya trasoñada de fantasmas y regresos!... Anonadado en la cubierta, oscilando al costado de las jarcas, pensó que nada humano puede fugarse de los sueños, ni de la noche y la muerte que en el sueño habitan, ya que protegen el misterio del comienzo y también del fin...

El grito de Eneas desgarra el velo que Morfeo ha tendido en las tiniebla que ya languidece tras los rosados balbuceos del alba. La nave sin piloto ha perdido su rumbo, pero el héroe sabe que podrá retomarlo. Los hombres no deben temer represalia de los Dioses cuando no han ofendido sus dominios...

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