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Sábado, 20 de junio de 2009
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MUSA FUERA DEL REBAÑO DE MUSAS

Por Miriam Cairo
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LOS BIENES

Fácil sería detenerla, atarla al respaldo de la cama, obligarla a permanecer en lo correcto, porque la musa soledad no corre, no grita, no se venga, sino que avanza lentamente por las calles de la ciudad. Mientras las musas envueltas en celofán son intocables porque miran el costado prestigioso, ella se detiene a contemplar los escondites, a escuchar los ruegos, a penetrar agujeros, y de todo lo demás.

La musa soledad no habla demasiado porque no le gustan las conversaciones sino las palabras en sí mismas. Tampoco lleva consigo grandes cosas porque los bienes que guarda no ocupan espacio, ni tienen cerraduras, ni protegen de la lluvia, ni calman el hambre, aunque despiertan cierta alegría, cierta belleza, cierta ternura bestial. Pero también es cierto que tiene problemas para pagar el taxi, el boleto del colectivo, las estampitas de los bares, pues lo único que sabe hacer la musa soledad es despertar ciertas cosas que no valen ni un centavo.

LOS BALDES

En las noches solitarias, salen las musas a establecerse, a rimar lágrimas buenas con besos buenos, a hilvanar perlas de naftalina, pero la musa soledad es solitaria. Bebe para acompañarse, para ponerse en estado de ensoñación y soltar la lengua de gitana hasta decir, por ejemplo, que todos los pétalos de la luna tienen el perfume de una misma flor. Y con sus lentas cadencias de musa somnolienta, escribe como si el cielo bailara hasta que un astro muerto cayera entre las hojas.

Por ser musa migratoria, conoció la belleza de las mujeres que oscilan entre los polos del destino y de la suerte, y cuyos senos, como dos baldes de leche, por cuestiones de corazón o yugo, bambolean, chocan, estremecen.

LOS ABRAZOS

Allí donde hay olor a vida derramada, la musa soledad encuentra un territorio. Donde hay un pájaro se hace vuelo. Donde hay una boca se siente nardo. Los bólidos terrestres, los florones que usan Chistian Dior y las vampiresas que viajan a Miami, mueren con la boca abierta ante semejante soledad.

La musa soledad se echa a rodar trastabillando en su propia turbulencia y escuchando su respiración de criatura desmelenada. En las noches solitarias coloca un amante en el lugar del padre, una mancha en el lugar de dios. Cuando el amante y dios se marchan le resulta útil haber aprendido el lenguaje de las estrellas húngaras, y la blandura de la boca busca otra blandura fuera del rebaño. Por eso es reverenciada. Por eso las ninfas dulcísimas no disimulan su amor como ella no disimula sus formas raras. Quién las ha visto lo sabe: saltan chispas y astillas de oro derretido cuando las ninfas y la soledad se abrazan.

LAS PUERTAS

La musa soledad no tiene miedo. Entra al alma por la puerta de la carne y entra a la carne por la puerta del alma. Ni recuerda que por las veredas del infierno se arrastran los esposos. Ni recuerda que las musas de celofán cosen con un hilo de temor la boca obstinada del silencio. Parece ignorar, incluso, que ella es una de esas criaturas inútiles y perjudiciales que sólo están en este mundo para corromper y ser amadas.

Ella no ve el mundo como las otras musas lo ven. No bebe de la misma fuente, ni copula bajo la misma luna, pero habita en él. Y es en ese mundo donde despierta una sed de montaña. Cuánto más bebe, menos calma su sed. Todos los domingos ocurre lo mismo, sin contar los días de la semana. Hay que ver qué caudalosas son esas mínimas libaciones de montaña.

Y SIN EMBARGO

Dulce provocadora de naufragios, la musa soledad se acuesta en las playas de arena imaginaria y a la hora en que los astros desaparecen, vuelve a su casa sintiendo bramar los autos salidos del infierno, las matronas que empiezan a despotricar, las moscas que buscan los desagües, el dinero que comienza a babearse, los fantasmas diurnos que se orinan los pantalones, las musas de celofán que se acomodan en los estantes de las librerías con la pollerita larga y las piernas juntas.

En cambio todo cuanto acontece a la musa soledad, es escritura. Con palabras puede convencernos de que el rocío es el esperma del cielo. Puede interrumpir por unas horas el transcurso maquinal de la jornada. Y sabe bien que no hay obligación de escribir la vida, de leer el mundo. Sabe bien que la poesía está encarcelada. Sabe muy bien que la metáfora no cura, no alimenta, no usa toga, no gobierna ni clausura. Nada de eso es novedad para la musa. Ninguna queja es novedad, ningún lamento, ninguna pena, ningún hastío, ninguna palabra es novedad, y sin embargo.

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