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Miércoles, 24 de junio de 2009
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El oro del César

Por Adrián Abonizio
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Ya en el verano del 66 César había acaparado tantas monedas que bien se podría haber comprado un Mecano o una Scalectrix. Las había ido juntando con perseverancia de anciano y ferocidad de niño. Nos las mostró, lucían bajo un vidrio como las momias que tenía una abertura arriba y un candadito. Aquel arcón de vidrio y bordes de madera era un objeto de su tío tendero, de esas cajas vitrinas que van en la vidriera donde se exhibe lencería. César llevaba monacalmente al cuello la llavecita y la ofrendaba pocas veces al sol. De algún modo vivía en el medioevo, con los caminos señalados por truhanes y salteadores, donde detrás de cada mata se podría aparecer un falso buhonero y saltarle al cuello o algún viejo moro arruinado por las travesías con su cimitarra goteante de sangre cristiana. Estaba con miedo siempre y sus ojos verdes aguas se transparentaban de pánico con las primeras sombras ante la llegada de un desconocido. Convivía con nosotros pero sólo perduraba. Sus largos centros y sus corridas letales por la banda derecha se habían circunscripto a pases cortos por miedo a que se le caiga la llave. En esas condiciones, lo suspendimos. Le aconsejamos esconderla en su casa pero adujo que en su familia eran poco menos que malhechores. Desde que su papá, un traficante de muebles robados y alhajero judío sin prosapia los abandonara por una modelito de veinte, César cuidaba de su mamá ahorrando, llavecita de cofre al cuello, desesperado en silencio, terrible y callado como lo puede ser un chico de doce con un alma en tormentas. Tala le decíamos, apócope de su apellido materno acortado: había elegido el de su mami porque el de su papi lo avergonzaba. Eso ya no era un pibe: jugaba distraído, para cumplir y no quedarse solo. Estaba siempre como en la lejanía de sus ojazos verdes celestones a punto de explotar, alerta como un indio bombero en tierras de matreros y sus uñas estaban destripadas de tanto mascarlas. Lo invitamos a masturbarse detrás de las higueras del Convento Real una tarde a ver quien llegaba más lejos pero dijo que no, que eso lo distraía. Cuidaba el ducado, era el virrey, el cajero, el tesorero de un arcón y esa pose entre fatídica y perruna nos tenía hartos. El viento grisado de la maldad pasó frente a nosotros y nos sopló al oído. Debíamos robarle la entrada, su llave, su fortuna sucia, esa que ya nos había empezado a fastidiar y que lo empezaba a enloquecer. El plan fue resuelto con maestría y violencia: se estudió primero el tipo de ganzúa, era una común y fue Carlitos el encargado de conseguir una igual: en el negocio de la Laurita, pendiendo de un correaje blanco estaban todas al alcance, cada cual perteneciente a un cajoncito que ni ella ni nadie dejaba cerrado. En un cruce de centro López lo trabó y Toledo y yo y otros les caímos encima. Yo le pegué en la oreja como al descuido y la llave la obtuvo Toledo. López, en acción coordinada arrojó junto al cuerpo del caído César la de reemplazo. Lo levantaron, me echaron en un simulacro de justicia por el golpe y simulé irme cabrero a mi casa. Volteé y ahí estaba el pibe colgándose la impostora al cuello. Me miraba con desprecio. Creía que era yo el dolor ajeno, pero aquello fue una decisión en comunidad. César nos tenía cansados y fue un modo de parar lo que temíamos: su locura de posesión, las garras sobre algo en la tierra, la enjundia para defender lo obtenido, la envidia que sentíamos cuando acariciaba su llavecita. Sabíamos que era imposible asaltarle el tesoro pero disfrutábamos porque por un tiempo le íbamos a jugar un mal trago a su codicia. Se había vuelto insoportable, hedía y no era bueno tener a un indigno sin generosidad entre nosotros. ¿Como habrá sido el instante en que metió su llave en el hueco? ¿Como habrá sido el gesto de perturbación? Al día siguiente lo vimos llegar y no había seña alguna de desconsuelo en su andar. Tenía la mirada fija de gato y hasta nos pareció simpático. Le preguntamos si había revisado el cofre. Si, anoche, le puse una de un mango, dijo exultante, flacucho, mísero, despreciable. Luego, supimos la verdad: esas llavecitas magras no responden a patrones distintos, son de un mismo molde y a menudo sirven para cualquier hueco. Me miraba sin resentimiento a pesar de mi trompada del día anterior. Era un millonario espúreo, levemente siniestro que contaba hazañas de lo que haría con su dinero una vez empachada de billetes y monedas su caja mágica. Lo odiamos, escrupulosamente; sentimos un revolcón en las tripas y alguno, hastiado de verlo, lo llevó hasta el borde de una arboleda que consistía el límite de nuestro reino y allí de una patada en el culo lo echó para siempre de la barra.

Con el tiempo, claro, estudió abogacía y allí anda ahora, con otras llaves invisibles pendiendo de su cuello, claro que ahora son ajenas y ganadas con el ahorro, pero esta vez de los demás.

Alguien, una noche lo volterá y lo echará de este territorio para siempre. Sin una patada, sin un empujón. Con algo más duro y seco. El fogonazo será lo ultimo que verán sus ojazos celestes, lo cuento por seguro. Y nosotros, los de la fronda, los que lo conocemos, volveremos a jugar tranquilos mientras César ya no está.

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