El sabÃa que yo llevaba más de una semana buscándolo. Qué no lo iba a saber. Lo que pasa es que al señor Vidal no le importaba nada lo mÃo. Nunca le importó. Qué le iba a importar si total él comÃa todos los dÃas, y que los demás se arreglen como puedan. Por eso, cuando por fin lo encontré hizo un gesto de cansancio, como si yo lo tuviera repodrido, y entonces, sin dejar de caminar, dijo en voz alta y sin mirarme a la cara: "Esta noche, negro. Esta noche, sà o sÃ".
Yo lo miré con desconfianza, al señor Vidal, y me le puse al lado y caminé junto a él para que no se me escape, tratando de encontrar en sus ojos una señal de compromiso, de lealtad, qué sé yo, algo; pero no pude verle los ojos porque tenÃa puestos los lentes negros, y además miraba hacia los costados, esquivándome, restándome importancia, como hizo siempre.
"No es la primera vez que me dice hoy -me atrevà a recordarle, aunque me tembló la garganta, sÃ, y yo sabÃa que me iba a temblar, pero igual se lo dije, se lo tenÃa que decir. Y entonces sÃ, el señor Vidal dejó de caminar y se sacó los lentes oscuros y me clavó su mirada con una bronca del carajo.
"Quedáte tranquilo, negro. Quedáte tranquilo que esta misma noche arreglamos; pero te juro, negro, y escuchame bien porque te lo voy a decir una sola vez, te juro que cuando terminemos con esto no te quiero volver a ver la jeta nunca más, ¿me entendiste? Nunca más" -dijo en voz baja, esta vez, mientras volvÃa a acomodarse sobre la nariz los lentes negros. Después me dio la espalda y siguió caminando como si nada.
Después de pedalear media hora como un desgraciado, llegué a mi casa. En la puerta me esperaba la Cuqui. Qué ansiedad que tiene esta mujer, pensé mientras me acercaba a ella, y después de apoyar la bici sobre la pared del frente le di un beso en el cachete, aunque ella no pareció darse cuenta de tan nerviosa que estaba. Me miraba con una cara, la Cuqui, que te la regalo. Muerta de miedo parecÃa, y tenÃa los ojos colorados y bien abiertos, como cansados de tanto esperar.
-¿Y? -dijo casi con los hombros. ¿Alguna novedad?
-Esta noche -le dije-. Parece que esta noche sÃ, gorda.
¿Para qué le habré dicho eso?, pensé inmediatamente después. Saltaba de la alegrÃa, la Cuqui. Pobrecita. TendrÃan que haberla visto. Y ahà nomás me dio un abrazo que casi me tira al suelo.
-¡Por fin! ?gritaba?. ¡Por fin!
-Entremos, gorda, que los vecinos miran?
-¡Ma, qué me importan a mà los vecinos, viejo!
Y la Cuqui era una explosión de risas que fueron apagándose lentamente cuando comenzó a toser con la cara llena de lágrimas.
-Eso sà -le advertÃ-. A los pibes es mejor no decirles nada todavÃa. Qué sé yo... para que no se hagan ilusiones ¿viste?
Esperé despierto hasta que se hizo la medianoche. A eso de las once y media, todavÃa estaba mirando el reloj, haciendo tiempo, tomando mate. Casi me quedo dormido encima de la mesa. Decà que la tengo a la Cuqui, que se quedó despierta conmigo y me hizo compañÃa. Los pibes ya se habÃan ido a la cama y nos quedamos los dos solos y en silencio. Yo cabeceaba en la mesa que parecÃa al Bati en su mejor momento, cuando la Cuqui me dijo: "Por fin, negro ¿Te das cuenta? ¿Te das cuenta que todo llega?"
Ahà nomás, me despabilé y estiré el brazo para acariciarla. A veces me gustarÃa ser tan fuerte como ella. Es de fierro la Cuqui, y pensar en eso me da como cosquillas calientes en todo el cuerpo. Entonces aproveché ese impulso y haciéndome el macho salté de la silla y la miré a los ojos.
-Bueno, gorda -le dije-, llegó el momento.
Ya eran las doce cuando crucé el patio y sentà que se me helaba todo el cuerpo. Me subà el cierre de la campera, agarré la bici, y antes de abrir la puerta apareció la Cuqui con una bufanda que me enroscó en el cuello. Después me hizo una sonrisita y me deseó suerte. Yo la mandé adentro porque hacÃa un frÃo de locos.
-¡Cerrá bien! -le grité antes de salir a la calle.
Al llegar a la esquina en que me habÃa citado el señor Vidal, me bajé de la bici y la apoyé contra un árbol. Traté de esconderme en la oscuridad, aunque no sabrÃa decir por qué, pero me sentÃa desnudo bajo la luz de esa calle desierta. No tenÃa ni idea de la hora que era; lo único que sabÃa era que hacÃa un frÃo del demonio. Saqué un cigarrillo, y cuando estuve a punto de encenderlo, me dije: "aguantá un cacho que la noche es larga y no tenés más que dos cigarrillos". Y ahà nomás se me ocurrió una idea, una cábala: tenÃa que contar los gatos que me pasaran por al lado. Recién cuando viera pasar al séptimo gato podÃa encender el primer cigarrillo. Y me puse a esperar...
El primero era gris. Y flaco. ParecÃa un fideo. Un fideo gris que me miraba como si quisiera algo de mÃ, como si supiera que yo lo estaba esperando. El segundo también era gris y me pasó por al lado un segundo después que el primero. El tercero era negro. Negro como la noche, el guacho. Y de ojos verdes.
¡Pero qué frÃo hacÃa! No podÃa ni moverme y otro gato gris, el cuarto si no me equivoco, porque a esa altura ya me dolÃa la cabeza de tanto frÃo. Un frÃo que no se aguantaba y más vale no quejarse, no. Que el esfuerzo siempre vale la pena. Por los pibes, digo. Y que las cosas van a mejorar, sÃ. Y el quinto gato. Y qué raro que el señor Vidal no aparezca. ¿Será acá? Ahà viene un auto. SÃ, estoy seguro de que es acá, aunque el auto dobló antes de acercarse. ¿Y si no me vieron? Yo por la dudas salgo de la sombra y me paro en medio de la calle, bajo la luz. Y un gato blanco se me queda mirando sin parpadear cuando frena a mi lado un auto con las luces apagadas. El conductor baja la ventanilla y yo me acerco. En el asiento del acompañante está sentado el señor Vidal.
"Se complicó, negro -me dice-. Hoy no va a poder ser".
"¿Cómo?", alcanzo a decirle mientras el tipo del volante sube la ventanilla, pone primera y acelera. ¿Qué le digo a la Cuqui? -grito entonces mientras me observa el séptimo gato.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.