El hombre con rabo de demonio ya habÃa estado en muchas ocasiones como esa, pero para la lectora con dedos de gitana, era la primera vez. Unos meses atrás habÃan sido impensables, para ella, estas maneras de aproximación, y la inquietante invitación a manipular cuerpos ajenos según los propios deseos y descuidos. Puesto que la lectora con dedos todo lo resuelve de una manera textual, se reinyectó hacia aquel lejano cuento en que una niña penetraba en un mundo adentro del mundo, con insectos en el espejo.
Ella también pensó, como aquélla, que ingresar a ese antro concupiscente era como una lección de biologÃa. Los pasillos en penumbras se comportaban como oscuros rÃos cargados de peces. Cada habitáculo, tenuemente iluminado, era un continente por descubrir, con su fauna, su flora, sus microorganismos.
Aquà y allá surgÃan jardines suntuosos de amapolas humanas con insectos espléndidos que ahà abajo hacÃan miel. Pronto supo que esas criaturas frenéticas no podÃan ser abejas porque además de zumbar, rugÃan, hablaban.
En un momento se acercó un poco más a una de las criaturas que iba y venÃa de una a otra flor abierta e introducÃa su trompa rÃtmicamente arriba y abajo, a derecha y a izquierda. "Como una abeja normal, común y corriente," se repetÃa textualmente la lectora. Sin embargo, todo lo que allà ocurrÃa era por completo opuesto al cuento de la niña extraviada.
Por supuesto que esa criatura de trompa larga no era una abeja normal, ni siquiera un elefante libando, sino que (aunque la simple idea le cortara la respiración) ese fenómeno fÃsico, no textual, era un hombre. Y qué demandantes esas amapolas carnosas. Algo asà como pabellones sin techumbre sostenidos por el doble tallo de las piernas en muchas formas retorcidas, cojas, abiertas.
El hombre con rabo de demonio ya habÃa estado en muchas otras ocasiones en el submundo de los pétalos y las trompas, y le pasaba a la lectora alguna información necesaria. Totalmente compenetrada en los restos del antiguo jardÃn de las delicias, la lectora le pidió al hijo del demonio que se hiciera insecto porque querÃa verlo producir miel sobre los variados capullos. Muy bien dispuesto él salió a regar el jardÃn con su sustancia. Y quiso incluirla en alguna de sus libaciones pero "todavÃa no", dijo ella como frenándose antes de ponerse a correr cuesta abajo, tratando de hallar alguna excusa convincente para su repentino recato. Cuestiones encontradas se le precipitaban. Creyó que serÃa imprudente caer en el jardÃn desprovista de una buena rama para espantar esos bellos insectos zumbadores y sin embargo, qué alegrÃa corporal al ser tan dulcemente atacada.
HacÃa calor y habÃa mucho polvo flotando en el ambiente. Las flores se mezclaban magnánimas: rosas con claveles, caléndulas con agapantos, caléndulas con caléndulas.
Y los elefantes eran tan fastidiosos y convincentes que decidió dejar para más tarde los temores. Ingresó a un rincón oscuro saltando tallos, piernas, raÃces, trompas. En ese escondrijo habÃa una amapola en posición de oveja. Su voz se elevaba y se iba convirtiendo en un agudo, bajo ciertas circunstancias. Luego repetÃa incoherencias hasta el balido final, con los codos apoyados en el suelo y la mirada perdida.
La lectora patológica parafraseó a la niña del cuento inapropiado con un "aún no estoy del todo decidida" porque le habrÃa gustado echar otros vistazos alrededor. Pero cuando se disponÃa a salir, la ove ja repentinamente le tomó la pierna y le dijo: "Cómo sigas dando vueltas me vas a marear", mientras libaba la trompa de dos insectos a la vez. Ella se quedó mirándola. Descuidando una de las trompas, la oveja le tomó dulcemente la mano, le comió los dedos y baló "¿sabés remar?". "Un poco", dijo la lectora de ramos generales, "pero no en tierra firme, ni en rÃo, ni en mar", al tiempo que se dejó caer de rodillas. La oveja metió la nariz donde debÃa y la lectora, con las dos manos en el corazón prohibido, comenzó a remar, lo mejor posible a través de los espejos.
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