CRISALIDA: DÃcese de aquella criatura chispeante, devoradora del mundo, que siendo chic, autoabastecida y bien informada, puede salirse de los moldes y bailar reggaeton con las amigas para movilizar los conductos linfáticos del público masculino, a las tres de la mañana, en el boliche de rigor. A contrapelo de todo lo presumible, el misterioso ejemplar ha pasado ya la edad redimida del descubrimiento. Pero (aunque no se haya percatado) no ha descubierto nada.
La femÃnea pidió el cortado a la muchacha del bar con el delicadÃsimo toque de desatención que marca la diferencia entre unos y otros, y tan bien le queda a la cara. La avasallante sabe manejar los estÃmulos.
"Cómo te fue" habrÃa sido la pregunta obligada, pero nadie preguntó. Sin embargo, la respuesta vino sola porque la ira, en estos seres superiores, de colores brillantes, se revuelve en las entrañas como una culebra.
El sentido común, después de haber escuchado las primeras, y únicas palabras sustanciales del relato, estarÃa deseoso de decir que semejante porrazo no habrÃa sido el primero. Pero, antes de esta confesión, nunca lo habrÃa imaginado porque coleópteros tan vibrantes tienen una apariencia que engaña. (El sentido común siempre llega a conclusiones acertadas, después de los hechos consumados y de la verificación pertinente).
Sin embargo, lo asombroso del suceso, era el descrédito que la propia protagonista daba al asunto. Ella misma, con sus patitas de mariposa y su pechuga de vampiresa, no podÃa creer lo que le habÃa ocurrido. A nadie más que a ella interesaban los pormenores, porque para quien oÃa el relato, todo el espectáculo estaba en la irritación, en la ofensa que experimentaba la heroÃna y no en la anécdota en sà misma. La rabia acumulada la hizo duplicar el detalle de desatención hacia la bella muchacha del bar que le trajo el café. Cuando lo apoyó sobre la mesa, la dominadora lo rechazó, vehemente, escupiendo con estilo exquisito un: "te dije cortado".
Los insultos, justos y necesarios, introdujeron el relato de lo ocurrido la noche anterior con el hombre que venÃa frecuentando por mail, por cafés, por teléfono, por amigos comunes. Obviamente se pasaron por alto los detalles de las risitas preliminares, las coincidencias discográficas, los comentarios desdeñosos sobre el encargado del estacionamiento que tanto los hizo esperar. Ya ha sido dicho: ella se devora el mundo con sus seres despavoridos adentro.
Ingresar al territorio del hombre significó en ella un triunfo. De las cinco danzarinas con veleidades caribeñas, fue la única elegida. Bien segura estada de que la predilección se debÃa también a su manera de engullir el territorio, a los zapatos de Paruolo, a su última adquisición publicada en Facebook y que la ponÃa un paso más allá del resto de las mariposas en danza: como valor agregado, su perfil ostentaba una portentosa lancha.
Asà que aquella noche, la reina de la colmena humana fue desnudada con la adoración correspondiente, fue besada con el ardor propicio, fue escarbada allá abajo con la dulzura merecida, fue llevada a la cama. Todo regado con ese piripipà de abeja zumbadora que siempre la ha hecho sobresalir de la manada de lobas satinadas con Lancome. Pero el murmullo constante de la abeja que tanto amenizara jardines y colmenas, en el lecho concupiscente se volvió silencio de mortaja, bella durmiente, crisálida en la cápsula.
El dichoso que la tenÃa entre las sábanas, siguió alimentando con esmero una charla apropiada para las circunstancias. Murmuraba elogios baratos de burdel regados con encantadoras palabras para que el cortejo fuera eficaz y los resultados justamente gratos y provechosos para los dos.
Ante la impávida inercia de la dueña de la lancha, el sorprendido, creyendo que la catarata de elogios y deseos no alcanzaban, tuvo la buena idea de mirar con fruición la caverna jugosa, rosada y luego le murmuró al oÃdo, "qué linda conchita tenés".
Grosso error. ¿Cómo iba a elogiar algo que ella no conocÃa? ¿Algo que no podÃa comparar? ¿Algo que no se muestra más que en la cama y que casi nadie mira, o que en caso de hacerlo se guarda la opinión? La reina zumbadora siguió dentro de la crisálida exigiendo al verborrágico, con ese poder devorador de voluntades que la caracteriza, que hiciera silencio porque la desconcentraba.
Quedará a gusto de terceros imaginar o no la escena en la que el hacedor serruchó, serruchó abnegadamente para que la reina, sin ninguna señal visible que lo orientara, buscara dentro del capullo el orgasmo dificultoso, secreto, incomunicable, solemne.
El piripipà dormido quizás volviera a resurgir por la mañana, pero el amante devenido leñador no tenÃa ninguna intención de verificarlo. Menos aún, cuando después de la cópula sostenida por el silencio fúnebre, el incrédulo osó preguntar si la crisálida, en sus momentos de esplendor y bizarrÃa ni siquiera habÃa visto, por descuido, por casualidad, alguna escenita erótica (válgale dios, nunca iba a insinuar una de esas páginas en las que se triplican las equis) donde la mosquita pudiera husmear cómo es la almeja de otras sirenitas encantadas. Ante semejante duda la reina de la colmena se asqueó. El punto final llegó con la aseveración enfática de la crisálida a la que ni se le ocurrirÃa mirar a otra mujer. No le interesaba.
Y la muchacha del bar trajo en el momento justo el cortado correspondiente.
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