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Lunes, 3 de agosto de 2009
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Mutilado

Por Sonia Catela
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Ocho horas de escolta cotidiana, observándolo: deforme, treinta centímetros de altura, mármol puro del siglo III antes de Cristo, repleto de polvo y descuido (no lo tocan los plumeros, sólo los restauradores), facciones corrompidas, pene tapado con una hoja de parra de yeso, ¿Cómo concebir a Príapo, dios del libertinaje, con sus partes amordazadas? Con desdén y apatía. Así, esas estudiantes de arte, apenas ráfagas que huyen y dejan su rastro odorífero insultante: "nos vamos, nos vamos..." Ocho horas a solas con él, dios del libertinaje castrado, en mi banquito (el espacio no da para una silla) vigilándolo. Mugriento. Mutilado.

Porque en este pasaje sombrío y solitario que enlaza la sala VII con la VIII del Museo de arte antiguo, lo custodio, a su entera disposición, de interesados inexistentes. ¿Acaso los tacones repicantes de esa rubia se detendrán para lanzarle a Príapo algo más que una ojeada conmiserativa? Corren, como todos, sin mensaje fuera del desprecio de su indiferencia, al punto de no tomarle siquiera una foto pese al despilfarro de tomas que hacen. El promedio más bajo de visitas, según el cuaderno que llevo y en el que marco con cruces el número de turistas que se detienen a examinar la pieza.

Pero la rubia desanda camino, enfila hacia aquí. Apuro el lápiz, el cuaderno, mi speech. Entra, examina el piso, "¿no vio el estuche de mi cámara, madame?" en inglés. Niego. Pero me llamó "señora", ignorando mi pertenencia al género del dios pervertidor.

Tres veces entré al Museo con la piqueta en la mochila, dispuesto a la solución final: convertir en pedregullo al censurado. Me detuvo Tobby. ¿Qué haría Tobby sin mí? Tan pequeño, desvalido... Averigüé con un abogado y no se puede purgar una pena en prisión llevándose a la cárcel el perro de uno, por más que éste sea como un hijo. Tobby languidecería en mi departamento de soltero, sin alimentos, hasta morir.

Espío la sala vecina; allí, la estrella del aula, el hermafrodita intacto, recostado sobre su explícita desnudez, glúteos, senos, pequeño falo, concita revoloteos de un grupo de mariposas americanas. Brillosas y coloridas. Encabezando el podio, mi colega Gianni juega a pedagogo de las lolitas. "¿Saben qué es un hermafrodita? Observen" señala los blancos el muy canalla.

Anteayer se estacionó en este estrecho pasillo que presido, y por una entera hora, una antigua dama que colecciona fotos de cuanto Príapo se desparrama por el mundo grecorromano y alrededores. Hizo unas veinte tomas, con flash, sin él, lamentándose en cada ocasión de esta censura pacata ejercida sobre aquellas partes que hacen a Príapo lo que es Príapo. Intentó develar si debajo de la parra de yeso se conserva el ariete que debería haber o si fue picado bajo el cincel censor. Una sesentona. Y aquí al lado, Gianni, que hasta puede rozar algún escote con la excusa de las comparaciones. Oigan las carcajadas yanquis, oh my god. La anciana dama que visitó a Príapo prepara un libro sobre libertad y censura y prometió mandarme un ejemplar. Me tuvo de aquí para allá que "encienda el foquito ése mísero que tienen; apáguelo, corra la cortina, que si la luz natural o la artificial, que sosténgame el trípode, veamos". La llamo antigua dama y no vieja cretina sólo por la credencial de la embajada francesa que le colgaba de los colgantes pechos. Francia auspicia el mantenimiento de esta sala y por ende, mi salario. Mientras, Gianni, seguía (y sigue) ejerciendo su competencia desleal; se explaya sobre el hermafroditismo, les hace cotejar senos, les cuenta chistes, les entra. Entra, sí. Porque no le falla una turista semanal que se pasee por su cama privada como anexo del viaje a este centro cultural. Aunque a veces guía a dos féminas, y aun, excepcionalmente, a tres en ese tour por sus sábanas. Y Príapo corrompió a todas las mujeres de Lámpsaco, enano, deforme sentando un precedente que no puedo imitar por más esfuerzos que aplique, "¿no quiere que le explique, señorita, el significado de esta escult...?" no alcanzo a diseñar una frase cuando ya recibo el portazo de sus traseros en marcha. Marcos, mi primo y confidente se harta: "hagamos algo, viejo, no te aguanto más el llanto". Y diseña el plan que aliviará mis zozobras aplicando sus conocimientos en restauración. Consigue en el mercado de anticuarios la vital pieza que le cortaron a Príapo. "No será la original, viejo, pero le calzará como dedo grueso en una mano". Me persigue con el gigantesco pene de mármol. "Cuidado" le aviso. No vaya a ser que mi inversión de doscientos dólares se caiga y desmenuce contra el piso. Esperamos al martes, primera hora, la gente desayuna, poco movimiento en el Museo. Marcos toma un taladro diminuto. Horada la hoja de parra en el punto clave. (Por suerte, este pasillo despreciable no cuenta con cámara de seguridad). Enseguida inserta el pene al que le ha agregado un tornillo. Lo gira. Lo acopla. Junta los dedos pulgar e índice: "exacto". Aplaudo, lo aplaudo, sí. Rápidamente me enseña a montarlo y desmontarlo para que deje la escultura en su estado oficial antes de retirarme al fin de mi jornada. Que disimule el agujero de la perforación con este taponcito de acrílico patinado en yeso. "Nadie lo notará", se ufana. "Por otra parte, reivindicás una obra artística; Príapo mismo justifica que reparemos la vergonzosa mutilación que le han perpetrado". Coincido totalmente; el arte no merece semejante afrenta.

Quizás las autoridades terminen notándolo. Quizá me descubran y suspendan. Pero quién me quita los flirteos, las insinuaciones veladas, las risas, las disertaciones serias en ocasiones, la didáctica demostración de la censura ejercida, para lo cual quito el voluminoso apéndice y señalo la ignominiosa hoja de parra puesta no por el pudor, sino por la intolerancia, cuando entro en confianza con alguna barbie. "¿No le parece miss? ah Anne? conque Anne, ¿qué hace esta noche?". Todo marcha sobre ruedas. Hasta que aparece ese viejo decrépito, se entusiasma con Príapo, lo acaricia en el lugar de su devoción y "mire" grita con alborozo y apunta a la cotización en alza operada en su punto anatómico simétrico. Para más, hace correr la voz sobre la intervención priápica y mi salita se atiborra de seniles masculinos que no dejan espacio y ahuyentan a las nínfulas. Me saturan de toses, estornudos, carrasperas, escupitajos. Celebran sus milagros, agradeciendo a Príapo y manoseándole el órgano sagrado. ¿Será que nadie les avisó a estos vejetes de la existencia del viagra?

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