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Jueves, 13 de agosto de 2009
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Rojo, amarillo, verde

Por Gustavo Boschetti
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"ay Dios dirá, cuando haga cuentas con los pueblos, que este hombre nació allí"

Kebra Nagast (Libro Sagrado etíope)

A Robert Nesta Marley

In memorian


I. Y ahora, mujer, te ves caminando en esa playa amanecida del Caribe, con la sola música del viento y el filo del mar que se detiene junto a tus pies oscuros. El humo del cigarro te cubre como una niebla, te realza los colores de las ropas y las rastas, y ese humo te es tan necesario como el instrumento a la música, como la tela al fantasma. Fantasma errante en busca de la Tierra Prometida.

El tiempo está abolido. Si mirás al horizonte, pueden verse los negreros de otro siglo, que dejan su condición de puntos y se rehacen en cáscaras de madera quejosa, van tomando forma sus velas y sus sogas, las proas arrogantes del Imperio que señalan a Jamaica.

Llegaban, en esos barcos, los esclavos que Inglaterra traía de Sión, la Tierra Prometida. Suelo de Selassie, o Ras Tafari, aquel que ordenó a los negros hermanarse y volver al Africa fecunda, a la selva venturosa, a la tierra de los leones y de Dios.

II. Una mañana de 1945, el Capitán Norval Marley huyó de Jamaica con su flota. Dejó, tras de sí, una isla empobrecida y a una esclava de dieciocho años encinta. El bastardo (negro, apellido inglés, rastas tempranas), habrá de llamarse Robert. Años más tarde errará por los barrios pobres de Kingston, fumará el cannabis bíblico de los etíopes, sabrá de Sión y de Selassie, robará una guitarra a un blanco para tocar a Fats Domino.

Dicen que nació y hubo un ruido de tambores en el Africa, un rumor extraño que brotaba del océano y de la jungla. Dicen que, en todas partes, los seguidores de Selassie levantaron la vista al cielo. Y sonrieron.

III. Kingston, 1960. Bob mira con ojos de gaviota a la Jamaica desangrada, a la policía del Imperio dando palo en el lomo de los negros. ¡Si hasta les quitaban el pan y les cortaban las rastas, para humillarlos! Bob tenía miedo, como todos. Pero había un mandato poderoso que lo obligaba a no callar. Era en su sangre el llamado de Sión. Y desde el aro del trópico, desde el regazo cristalino del Caribe, su música como un puente, como un presagio, como una orden.

IV. ¡Get up, stand up! De Kingston a Etiopía, de Reykiavik a Sydney, se va abriendo el eco de un reggae cáustico y sensual. Y es un negro manso, irreverente, quien lo ha soltado al aire como un hechizo. Hay color en el cuerpo de esa música (rojo, amarillo, verde), pero también dolor por el hermano sometido, por la Jamaica encadenada. Música de rastafaris: humo dulce y sagrado de cannabis, canciones que disparan al Sheriff, negra poesía insurrecta en el idioma de los blancos. Ironía: en el idioma que los blancos plantaron en la lengua de los negros.

V. Marejadas de canciones, para que el mundo sepa; la metáfora de la paz, la exhortación de que el hombre puede amar y ser amado. Y al son de cada reggae, tras el velo intangible del cannabis, se despliega prodigiosa la bandera de la Tierra Prometida. El rojo de la sangre, el amarillo del oro, el verde de la tierra. Hay una música de oráculo, ya de todos, con su primer acorde en el Caribe y un destino en el suelo mágico de Sión, un poco más allá, un océano después.

VI. La música es el único consuelo del exilio, por eso siempre ha sido cosa de profetas. Y es un negro manso, irreverente, quien ha soltado profecías como pájaros tricolores. Un día volverán los esclavos que Inglaterra se llevó de Sión. Volverán al Africa en carros a tiro de hipocampos, entre visiones de cannabis y el amor a Dios.

Tus pies heridos y desnudos crujen las arenas del Caribe. Pero no llores, mujer. Era necesario que tu raza despertara, con música de corales, a la bestia ungida en la bandera de Sión. Era necesario este sonar de reggae, este canto rojo, amarillo y verde, este profeta.

VII. América, 1981. El tiempo está abolido. Hoy ha muerto Bob Marley, lejos de la tierra de leones. Pero Dios dirá, cuando haga cuentas con los pueblos, que este hombre nació allí. O en todas partes.

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