No es que fueran catalogadas como algo aterrador pero la sola mención de la frase que los involucrara cultivaba en nosotros toda una gama de malos entendidos y sombras chinescas donde habÃa dioses menores que simulaban ser Dios y casas blancas cerradas que simulaban ser parroquias. Las del culto eran las voces cerradas y mudas de las "otras gentes, las del culto". Esa multitud invisible pero compacta, aislada por lo general, que solÃan pasar a alguna hora exacta frente a nuestras casas sin hablar, anhelantes en sus pasos, empeñadas en ser distintos, mirando sin hablar. No saludaban, no comÃan, no compraban. Se alimentaban con insectos y sangre de pajaritos, dijimos que dijo uno que sabÃa. Luego,el mito. Que un flaquito que vivÃa casa de por medio habÃa alcanzado una claraboya y desde allà oteado un mundo infernal, con vapores y sulfuros donde se abominaba del Niño Dios. Otro que por ser pelota nueva y caer en el techo de uno de esos templos habÃase animado a tocar timbre y dijo haber visto abrirse sola la puerta labrada y desde dentro una voz ronca advertirle que no molestara más, mientras que el balón, traÃdo vaya a saberse porque garras, llegaba recto rodando a los pies del pasmado. Todo se simplificó una tarde. Conocimos a GarcÃa, cuya familia iba al culto y lo interrogamos en el entretiempo de un picado. Estaba en desventaja, solitario en tierras lejanas y no le quedaba otra que confesar. Ignoró las preguntas tales como: ¿Es verdad que toman sangre? ¿Se acuestan entre ustedes? ¿Es cierto que es una misión del Demonio? ¿Les pagan para no hablar? ¿Comen cosas como nosotros? El pibe, un rechoncho fastidiado de flequillo recio se cruzó de piernas y resoplando en una confesión inaudita tomó la pelota, la lanzó con fuerza contra el paredón y embistió Son unos pobres pelotudos que me tienen los huevos inflados. Y allà se terminó la magia. No habÃa mesones donde cocinaran niños, ni cuchillos sacerdotales, ni blasfemias. Sólo un gordito cansado de ver su familia orando hasta dormirse temprano, aburrido de estarse tras los cortinados en vida recta, con la televisión prohibida y sólo los juegos con los de su misma especie. Lo contemplamos calmadamente, entendiendo la situación. ¿Qué hacÃa por primera vez allà en nuestra canchita como si nada? Le miramos los ojos, estaba triste y austado pero determinado a pelear. El bolsito con sus pocas cosas lo explicaba todo. José se le acercó y armó con una pila de ladrillos su silla. El parlamento iba a ser largo. Nos enteramos de que estaba huÃdo desde temprano escapando del colegio y rumbeado para acá, refugio vegetal a salvo de las miradas y que sólo la noche lo protegerÃa a la vez que temblaba con la sola presunción de que vendrÃan las sombras y no tendrÃa donde dormir. Ya era el atardecer y el naranja del aire se disolverÃa prontamente en un gris violáceo y luego en la curva de estrellas y luz de artificio. Fuimos hasta la bicicleterÃa de Lelio. Icho compartÃa la entrada lateral del pasillo y sabÃa como entrar al taller con una llavecita pendiente de un cordón sucio que habÃa en la tapa de la luz. Acá, dijo José sin prender la lamparita, vas a tener donde estar por lo menos hasta mañana. Le señalamos una manta sucia de alquitranes diversos y hasta hubo uno que vivÃa al lado, en el almacén, que trajo envuelto en un diario un sanguche de milanesa. Todo estaba resuelto en lo que canta un gallo. Ahà está el baño, señaló Icho. Mañana vemos, dije yo que me querÃa rajar presintiendo que todo se desmoronaba bajo la aparente calma redentora. Cuando salimos primero vimos el reflector del Comando Radioeléctrico y después las luces del Crhisler de donde bajó la familia completa del gordito y lo depositaron de una oreja adentro, en la caverna móvil del auto. Icho quedó preso en el pasillo por averiguación de antecedentes y portación de llave ilegal, al vecino por falta de sanidad en la comida y a mà me retuvieron un rato, hasta que confesé, poniendo como sabÃa los ojos en blanco y babeando tartamudo que el Señor Diablo y los asquerosos comunistas mediante ordenes telepáticas nos habÃan conducido hasta allà y que nosotros éramos inocentes y en confesión, ante el altar, habrÃamos de purgar nuestros pecados.
Dejalo ir que a este le falla, oà una voz por sobre la linterna.
El tiempo vino a reconfirmarlo.
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