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Miércoles, 1 de febrero de 2006
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Fragmentarios 59

Por Por Mario Alberto Perone
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Las columnas de los diarios donde se publican los libros más vendidos, son dos: "Ficciones" y "No ficciones". Por favor, que alguien me explique por qué "El horóscopo chino" de Ludovica Squirru figura en la segunda, cuando debería estar en la primera.

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No es verdad que los ancianos acumulemos sabiduría. Acumulamos sólo trastornos y los transformamos en palabras, que derramamos a diestra y siniestra a quienes quieran escucharlas o no puedan huir a tiempo. Afortunadamente, ellos son pocos, y tratan de hacernos creer que están verdaderamente interesados en nosotros. Pero los ancianos lo sabemos, y tratamos de hacerles creer a quienes nos escuchan, que no nos damos cuenta de nada.

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Todo es pasado. Todo es presente. Todo es futuro. Todo es las tres instancias a la vez: el tiempo, tragándose a sí mismo, siendo, quizás, lo único eterno. Y si así fuese, ¿qué sería, exactamente, la eternidad, y para quién tendría sentido?

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En España condenaron a un represor argentino (hasta en eso somos buenos en el extranjero) a diez y siete mil años de cárcel, por haber cometido quinientos asesinatos. ¿No parece un tanto exagerado? ¿No es una condena fuera de escala? La Fiscal solicitante podría haber mostrado una actitud un tanto más humana, y de paso, quedar en la Historia como ejemplo de moderación. Sólo le bastaría con reducir la condena a quinientos años, es decir, un año por cada asesinato, y todas las almas bien pensantes y las buenas conciencias lo aceptarían mejor. Otra es la opinión de Martha, querida mujer que se somete estoicamente a la lectura de mis textos: ella dice que diez y siete mil años estarían bien aplicados, y como obviamente sobrepasan en mucho la vida de una persona, por longeva que fuese, una vez que el reo muera en prisión, debería sortearse entre los miembros de su familia a otro que lo reemplazaría en la cárcel, y así sucesivamente, hasta que la condena se cumpla cabalmente, no importa cuántas generaciones abarcase. Ella argumenta que, del mismo modo que se hereda lo bueno de nuestros antepasados, y grandes fortunas y vastas propiedades pasan de mano en mano siempre que sean parientes, también debería heredarse lo malo, lo trágico, lo delictual. Y hasta sería posible que, pasado cierto tiempo (unos diez y siete mil años quizás) los humanos seamos verdaderamente humanos.

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Mi mesa del Café y Librería "Homo Sapiens" es siempre la misma y tiene cuatro sillas. Llego, me siento, me traen mi cortado y comienzo a leer. Al rato, una señora me pregunta si puede llevarse una silla para su mesa, ya que no alcanzan para su grupo. Por supuesto, se la cedo. Quince minutos después, una joven con tres amigas me pide otra, a lo que también accedo. Después, tres vociferantes políticos que se sientan cerca me sacan la tercera, sin siquiera pedírmela. Voy al baño, vuelvo, y encuentro que me han sacado no sólo el "Página 12" que estaba leyendo sino también la última silla, pese a haber indicios (libros, carpetas, apuntes) de que las tres cosas, mesa, diario y silla, estaban ocupadas. Me doy cuenta de que, a veces, es demasiado difícil demostrar la propia existencia. Hay situaciones en las que se es protagonista, pero de cuerpo ausente. Más perplejo que indignado, busco la puerta de salida, no sin tropezar con las patas de varias sillas, mientras la voz de Roxana me detiene mostrándome el "ticket" sin pagar.

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No es cierto que la cama deprima. Es al revés, la cama te salva de la depresión. Estar en tu cama es ya hacer algo con tu cuerpo, y dormir, si te podés dormir, le agrega consistencia al acto de estar acostado. De no estar en la cama, andarías deambulando por tu casa, sin decidirte a hacer nada, y eso sí te deprime y te despierta la culpa por abandonarte a la soledad, a la inmovilidad y al anonadamiento. Buscar la cama no es huir de lo real, sino encontrarlo en el único lugar posible. Nadie te abraza como tu propia cama.

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No. Ya no leo nada. Ni siquiera leo lo que escribo. Me refiero tanto a lo que he escrito antes de ahora y también a esto que ahora mismo estoy escribiendo. Se puede hacer. De hecho, lo estoy haciendo. Es más, creo que todos podemos hacerlo si queremos. Más aún, sospecho que todos lo hacemos sin saber que lo hacemos. En mi caso, creo que son mis ojos los que leen y leen, pero sus lecturas no pasan hacia adentro, hacia atrás, hacia el lugar donde se supone yo debería registrarlas, se amontonan en los globos oculares y no van más allá de esas esferas móviles que cada tanto necesitan un ajuste. Yo me pregunto para qué leer si ellos no cumplen mínimamente sus funciones de porteros. Ya no me es posible acumular más informaciones. El depósito está repleto, desbordante. Pero insatisfecho. Profundamente insatisfecho. Hay allí demasiadas despedidas, demasiados abandonos, demasiados errores. La interioridad se satura, y por motivos serios, leer y escribir es lo de menos. Ya no hay tiempo para modificación alguna. Por otra parte, es imposible modificar nada, una vez que está realizado. Sólo puede agregarse alguna excusa, alguna titubeante explicación sobre algo construido rudimentariamente, que es, a la vez, también inexplicable. Ya no leo, y no es porque me falte el deseo. Sabemos que el deseo es lo último que se pierde, es lo que nos sostuvo y nos sostendrá hasta el instante final. Somos deseo, y nada más que eso. Todo lo demás es superfluo, inconsistente. Sigo escribiendo esta página, pero hay otro mecanismo que se deja utilizar. Mis ojos son los intermediarios entre estas palabras y otro ser, ya no deseante, que poco a poco va ocupando el espacio que dejo. Sé que no lo conoceré. Pero también sé que él, desde hace mucho tiempo, está aprendiendo a conocerme por partes, y que, finalmente, me conocerá en toda mi efímera totalidad.

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