Juntábamos las lagartijitas en las vÃas, que era el lugar más factible para detectarlas. Entre el pedregullo de los durmientes; por allà corrÃan y si uno andaba atento, las descubrÃa para luego tras una persecución caprichosa que incluÃa marchas y contramarchas, capturarlas en cuanto se quedasen quietecitas, ajenas a la mano, que como la tapa de un sarcófago les caerÃa desde arriba para quedarse mansitas, aterradas. Lo hacÃamos por depredación y porque algunos las mantenÃan en sus peceras secas con arena. Duraban poco, es cierto, pero era normal que se muriesen: no se habÃa inventado una casa artificial para ellas: o era la libertad entre el trajÃn de las ruedas de hierro o la mano sucia de algún pibe para llevarla encarcelada donde inevitablemente morirÃan de hambre, o sed o furia contenida en sus cuerpecitos hermosos de plata y pintitas negras. Yo sabÃa que era más bello verlas moverse libres escandilando a los mismos ángeles que tenerlas allÃ, abatidas, con los ojos quietos de terror mirando la nada contra el vidrio. Pero a la perfección habÃa que envasarla, era la costumbre, durase lo que durase. No conocÃamos ni nos habÃan enseñado otra cosa. No era matar, hacer el daño, era tratar de conservar algo de la plenitud fosfórica de sus cuerpitos alucinantes y por el tiempo que fuese espiar al cosmos viviente, admirativos y sin culpa alguna. Café claro, con grisados perfectos ventrales, azulinas otras, leves naranjas en el lomo las menos. Una mañana de sábado capturamos una más gordita que al rato frente a nosotros, ya presa en la cajita de cartón, empezó a largar hijitos. Seguro los traÃa ya consigo enganchados en algún sitio y no los vimos. Una nidada alucinante. Eran tenues, casi transparentes, movedizos y del tamaño de un fideo chico. Nos quedamos maravillados. Transportamos la cuna de cartón hasta bajo el gran paraÃso, sitio de descanso y reunión. Las contamos. Eran cuatro, perfectas, rosaditas, las patas enormes en proporción a sus cuerpitos. Sin hablarlo, la cosa cambiaba: una cosa era capturar un ser y otra muy distinta cinco, madre incluida con riesgo de muerte inmediata. Perecito dijo devolverla al lugar. Otro que no, que se la iban a comer los gatos o los perros. Otros que éramos unos boludos. Y fue el primero que cuestionó la jerarquÃa cinegética que creÃamos poseer y sobre ella reinar. Nos avergonzó, pero nos movimos rápido. La llevamos a Diego, el de la veterinaria que pelaba perros. El nos desagradaba pero constituÃa la palabra pertinente en el asunto. Alto, cabeza de cepillo, granoso y el ambo verde. Fumaba como una chimenea, mientras acariciaba distraÃdo un conejo blanco que tenÃa el morro lastimado. Nos dijo que éramos unos pendejos y que quien nos mandaba a meter la mano donde no nos correspondÃa. Diego era loco, famoso por sus trompadas y ermitaño. Llévenselas a sus mamis para que las hagan asadas, pelotudos, tiró. Como no se pudo resolver el enigma, un poco humillados y en pleno centro de Echesortu, sencillamente las dejamos en un umbral y tras tocar el timbre huimos por Tres de febrero. Llegó el mediodÃa abrasador y paramos en el pasillo de los Chenevier a tomar agua: por el vidrio roto asomaba la cabezota del caimán un lagarto overo más austadizo que feroz que tenÃan ellos en su patio y vigilaba, lento, las inmediaciones. Imaginamos su dentadura entre nuestros huevos.Alguien lo gritó y nos corrió frÃo por la espalda. Nos volvimos acordar del cajón de zapatos. "Madre y crÃa", alguno emitió..Y era la primera vez que le ponÃamos categorÃa social al crimen. En Canal 5 deban Espartaco y su búsqueda de libertad nos recordó el secuestro: la fuimos a buscar al umbral entonces. Estaban tiesas, como congeladas, las cinco. Corrimos hasta lo de Chenevier, el veterinario del zoológico: en su bondad cientÃfica nos perdonarÃa y las habrÃa de salvar. Era la siesta y nos atendió manoteando los lentes, en calzoncillos. Su hijo acariciaba al caimán que descubrimos tenÃa la pata enyesada. Están muertas, muchachos, Todas. No las deben sacar de sus casas que son las vÃas. ¿Ven a ese lagarto? Se lo decomisamos a unos tipos que lo usaban para magia con collar de ahorque, pobrecito. Lo estamos salvando de a poco. Al rato andábamos entre los rieles, el lugar del crimen. Nadie querÃa jugar ni nada. Con el atardecer encima, hartos de nuestra estupidez, asqueados del homicidio apedreamos el portón de Diego, como para hacer algo, como para salvarnos y convencernos que nunca fuimos ni éramos espartanos, sino infantiles reyes idiotas que le bajaban el pulgar a las viditas que poblaban la arena caliente.
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