HacÃa rato que el hombre observaba el cielo, sentado en el borde del zanjón seco que la gramilla cubrÃa con un opacado verdor, porque la lluvia era ausencia que perseguÃa seres y cosas desde por lo menos ocho meses. Es decir, que el campo y el pueblo, y las calles y los árboles, pero también los zanjones hondos y los cañadones magros esperaban la lluvia como un sapo muerto de sed.
El hombre jugaba con una ramita, golpeándose con suavidad distraÃda su pierna derecha, lo hacÃa mecánicamente mientras pensaba en otra cosa.
¿En qué pensaba, o qué pensarÃa ese hombre que llevabas horas asÃ? Para nosotros, que lo mirábamos desde la casa, era un insondable misterio y todo razonamiento estaba sujeto a la conjetura más aventurera. Digamos que el hombre en ese atardecer, en ese rincón perdido del mundo estaba como suspendido en sus propios pensamientos que no sabÃamos desde aquà si lo llevaban a alguna parte. Es más, nunca sabrÃamos si lo llevarÃan -los pensamientos, digo a alguna parte y si asà fuera nunca tendrÃamos forma humana de enterarnos. Mientras tanto, dejamos al hombre golpeándose el pie, la pierna y aún el muslo con la inofensiva ramita de sauce y observamos que el vuelo marcial de los sirirÃes hacia los cañadones también llama su atención. Una polvareda que viene del campo, exactamente del "Camino del Diablo", avisa que un conductor creyéndose en Monza la emprende con esa chata cero kilómetro a los barquinazos y el apuro que no sabemos a qué se debe, ya que muy pocas cosas pasan en este pueblo que merezcan la urgencia.
Si bien el hombre está sentado con el "Camino del diablo" a sus espaldas no puede ser que no oiga el ruido del motor ya que su posición le impide ver el vehÃculo ni la tierra que levanta. Por apatÃa o comodidad -no sabemos y da lo mismo el hombre no gira la cabeza, ni siquiera hace un gesto de atención o entendimiento cuando el conductor le toca bocina a modo de saludo. Entonces levanta -sin entusiasmo la mano casi no dirigida hacia el ruido de la bocina que rebota en los trigales próximos y levanta una bandada de pechirrojos ágiles que saltan espantados, sino que esa mano es la mano indiferente de un dios menor que con la lentitud que es levantada más parece un gesto de bendición que de saludo. Es decir un presunto gesto de bendición hacia la nada, hacia el aire seco, percudido por la tierra que viene del camino y cae sobre él con la impiedad de las cosas inanimadas y se va asentando sobre ese grupo breve de sauces que él tiene treinta metros a su derecha.
Luego vuelve a su casi pétrea inmovilidad. Desde aquÃ, desde la casa que persiste casi oculta bajo ese grupo de fresnos frondosos, con ese ceibo cercano que estalla en florcitas rojÃsimas, no parece siquiera respirar; la casa semioculta por ese gran sombrero de paja que se volcó un poco sobre los ojos que seguramente lo protegió del polvillo levantado por el vehÃculo como lo protege del sol desnucador del verano.
No sabemos quién es, pero a juzgar por el bocinazo y su mano distraÃda devolviendo (tratando desganadamente de devolver) el saludo, debe ser del pueblo o alguien no ajeno a su entorno. Campos, o tan siquiera pueblos de la vecindad.
Tampoco sabemos qué hace, sentado allà desde hace horas con esa ramita golpeándose suavemente la pierna, y ese pie que suponemos calzado con una bota, aunque es sólo eso, una suposición, porque no se lo vemos desde aquÃ, pero no serÃa raro que el pantalón del "yin" se las cubriera.
Y al verlo desde aquÃ, mientras tomamos mates con parsimonia, ahora mudados al gran patio de tierra que los fresnos cubren y protegen como un útero, no podemos relacionar a este hombre solitario con otro, en el más remoto rincón de la memoria fronteriza es decir en "la memoria más antigua" y mi mente viaja hacia aquella fuente de altos tomatales que supo tener la abuela Elisa en el camino a Cañada del Ucle y mientras yo seguÃa ese trasegar de baldes numerosos con el agua con que ella mimaba esa delicia que pasarÃa del verde al colorado muy pronto, yo le seguÃa pisando esos surcos que nunca perdÃan la humedad.
Al llegar a la punta del terreno una calle de tierra seguÃa al alambrado con púas donde posaban los gorriones, y esa misma calle se fundÃa en lo profundo de los campos. Pero apenas cruzar esa calle estaba la modesta casita de los Fusco, donde Domingo vivÃa con su madre más vieja que la mismÃsima injusticia según le oà un dÃa ponderar al "gordo" Francisco Spina, llamado el "peluquero pobre" para siempre.
Don Domingo también se quedada inmóvil sentado en una silla bajita y de vez en cuando hacÃa algún movimiento breve, tan sólo para mover la bombilla de su mate, volcándole con la paciencia más perfecta del planeta ese chorrito de agua caliente, llevarse esa bombilla a la boca que rodeaba una carota lampiña y regordeta.
Otro gesto -siempre mÃnimo podrÃa ser ese "Fontanares" negro y sin filtro que fumaba chupando con fruición, arrojando el humo que se perdÃa, entre las hojas ásperas de la acacia que dejarÃa su gran humanidad del soslayo del Enero asesino y ni se molestaba en contestar a ese grupos de hombres bullangueros que iban en grupos ruidosos en destartalados "rastrojeros" camino a las cosechas. Muy de vez en cuando condescendÃa en un saludo lejano, indiferente cuando las pullas y los gritos eran demasiados. ¿PensarÃa algo, don Domingo Fusco, a quien todos llamábamos "El gordo"? ¿Su cabeza estarÃa en blanco como el cielo abrasado de ese Enero inolvidable?
No sé si ese hombre se llamaba Domingo Fusco o era un Dios que usaba ese nombre terrenal y sólo estaba allà mudo, impasible, hierático, para reÃrse muy secretamente de todos los que lo chanceaban creyéndose muy listos.
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