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Jueves, 15 de octubre de 2009
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Las horas felices

Por Jorge Isaías
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Como es temprano el bar del Club está en penumbras, el conserje -el famosísimo "Negro" Peraffán- mantiene esa luz natural, con los grandes ventanales que dan a calle o al patio, con las cortinas sin correr. Querrá -supongo, porque habla poco y siempre con un sesgo irónico-, mantener cierta frescura, para que los habitúes que pronto empezarán a trasponer esa enorme puerta vaivén de vidrios muy gruesos, reciban un poco de fresco que la canícula afuera les niega como una furia empecinada y ciega.

Primero vendrán los mayores, esos hombres que holgadamente pasaron la barrera de los sesenta o setenta años, que ven pasar la vida con una jubilación honrosa y que se toman un café en el bar o un cortado y esperan hacer número para un juego "del chancho", que requiere seis jugadores. Si alguno se hace esperar demasiado lo llaman por teléfono. Si falla o no puede venir por cualquier motivo llaman al suplente, cuyo nombre lleva uno de ellos apuntado prolijamente en una libretita ad hoc.

Cuando están todos, luego del saludo, casi sin hablar se encaminan de a uno o dos hacia una habitación que está entre la barra del bar y la biblioteca.

Actúan como si estuvieran representando un libreto que han estudiado a la perfección. Esa habitación tiene dos mesas octogonales, un baño en una punta y en la otra una puerta que da hacia la biblioteca, un lugar cálido y acogedor que tiene entrada independiente. En ese lugar comencé a leer bajo la guía de la dulce bibliotecaria de entonces: doña Julia García de Baud Naly, esposa del inefable antecesor mío llamado popularmente "El Flaco" Naly, quien un día partió con una mujer como quien dice "para siempre" y se perdió todo rastro de él.

Luego aparecerá el decano de todos ellos, el vecino casi desde la fundación del club, y que vive casi enfrente. Se trata de don Zimo Callegaris, quien se toma un cortado amargo y lee el diario con una minucia obsesiva. Se puede pasar horas allí. Con sus pantalones cortos, sus ojotas de cuero y sus grandes anteojos cuadrados en su redonda cara italiana.

Al atardecer sí, ya vendrán los más jóvenes y la emprenderán al "pool" en las dos mesas habilitadas donde además de exhibir sus habilidades, podrán anotarse en los campeonatos que ese deporte hace furor en este tiempo. En general, el primero que viene y empieza a probar los tacos es "Calefón", el hijo de "Fedeo" D'onofrio. Cuando llegan los otros está bastante afilado.

Entonces, sin solución de continuidad aparecen "Fito" Aichino, el "Gallo", Serafini, el "Pitoto" Sandrigo, "Pepe" Bacheli, José Farina, "Josecito" Fantasía, "Carita" Urbitza y su hermano "Chinchi", los "Cavagnitas" que también son hermanos, Marito Compañy y el improbable "Galeanito", quien contra todos los pronósticos se alzó con la primera copa del primer campeonato organizado por el club, también con un monto de dinero, no tan importante, tal vez, pero él mismo dice: "Lo importante es competir".

Nosotros esperamos un rato hasta que entre un hombre delgado, que exhibe su simpatía casi como una ostentación, se mueve con la naturalidad con que lo hace el dueño de un lugar y en cuanto tiene la más mínima posibilidad de exhibir sus galones, lo hace.

Desde los trece años que vengo a cenar aquí , se ufana.

Si está Miguel presente, le contesta rápido:

Y, si nunca moviste una silla en el club, no te sirve de nada.

"El Nene" Croato, que de él se trata, lo mira con una cara que lo dice todo. Es conmiseración, es pena, es también la forma más piadosa de la amistad.

Si Miguel está en la mesa quiere decir que terminó su partida de naipes y tal vez también se arrime Raúl Rodini, viejo amigo y compañero de salidas bailables por los pueblos vecinos en la enterrada adolescencia.

Raúl me comenta que ha dejado de fumar y cuando me asombro por su estado atlético me confiesa que no cena: no va a la casa hasta muy tarde y si de noche el hambre lo despierta, se levanta, va a la heladera y se toma un vaso de agua helada. No puedo sino manifestarle mi asombrada admiración por su tenacidad y disciplina.

Seguramente ahora llegará el rato más amable de la charla, en especial cuando se sienta a tomar su cortado "Toto" Míguez, que con sus ironías finas convertirá esa reunión en una fiesta de la renovable amistad que mantienen de toda la vida. A veces, cuando la coyuntura agota su interés y hablar del tiempo se transforma en un tedio, volvemos al tiempo antiguo. El que estaba poblado de mariposas y torcazas, de calles polvorientas, en las cuales él, "Toto", otros amigos y yo nos ganábamos el mundo con esa entera libertad que nos daban las casas chatas con patios de parras donde gorjeaban golondrinas y las tacuaritas.

El recuerdo casi nunca coincide, salvo cuando la travesura fue demasiado grande y quedó en los anales de la historia oficiosa del pueblo. Cuando "Tago" Sánchez y "Oreja" González, asustaron a Ethel Joan con el cuento del lobizón. Se escondieron en los cañaverales de don Pedro Silva y una noche oscura vieron que alguien venía y quisieron gastarle una broma. Saltar de improviso, salidos de cualquier lugar, de la nada, con la poca luz y la leyenda de un animal que asolaba los pueblos vecinos dio un conjunto de cosas que terminó haciendo su trabajo. Ella llorando, histérica, asustada; ellos escapándose del piquete de hombres armados que salió a perseguirlos. Cada vez que nos reencontramos con el "Tago" me lo recuerda, mejor dicho, me repone el recuerdo que no tengo, porque a la altura de esa anécdota que sobrevive en la memoria oral, yo ya no estaba en el pueblo, yo me había transformado en un viajero privilegiado, pero que de vez en cuando recibe malas noticias, como por ejemplo la muerte de Juan Carlos González, que se cansó de hacer bromas a la gente con esa cara de Buster Keaton para siempre.

El mismo que había perdido su nombre y era llamado cariñosamente por todos, "El Oreja".

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