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Jueves, 29 de octubre de 2009
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UNA TRISTE HISTORIA DE AMOR

Por Jorge Isaías
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Lo que nunca sabremos es exactamente en qué momento comienza esta historia, porque como sabemos, los hechos a veces se producen por azar y no entran en los cálculos o no quedan registrados como a conciencia en la cabeza de la gente. Lo que sí sabemos, al día de hoy, es el final, pero mejor no adelantarse, porque para eso existe la cronología, aunque bien sabemos que la literatura tiene otros códigos y puede quedar adscripto a la mirada ya desvalorizadora que se llamó "realista", y los críticos más duros insisten en llamar "la ilusión del realismo".

Esta historia es una historia de amor, pero los más cáusticos, lo que están más cerca del positivismo llaman un "platonismo acorde a los tiempos", o un "romanticismo rancio que no debe tenerse en cuenta".

Cuando esta historia sucedió, si es que sucedió alguna vez mi abuelo estaba por cruzar el mar Tenebroso, el Atlántico inmenso en un barco que lo dejó en Buenos Aires, con quince años y sin saber una palabra del espléndido español (que él luego denominaría "la castilla") con el nombre de un pariente lejano o amigo de su padre o apenas un paisano de la aldea europea desde donde se largó, con el coraje, coraje con que lo impulsaba el hambre, como tantos miles en su situación, o peor, porque eran ya padres de familia.

Quiero poner entonces la distancia necesaria como para no hacerme enteramente cargo de esta historia, pongamos provisoriamente "de amor", ya que las sucesivas veces que yo fui oyendo el relato de los mayores, todos lo hacían -en mayor o menor grado no exentos de ironía, que podía ser fina o grosera según correspondiera al temperamento de cada uno.

La historia que relato (que trato de relatar) sucedió en mi pueblo en los fines de la primera década del siglo XX y está protagonizado por un hombre muy bueno, italiano, no recuerdo de qué lugar, y certificar esa marca de origen se me vuelve difícil porque hoy tendría ciento veinte años, lo cual hace imposible encontrarle algún contemporáneo.

La primera historia que oí de don Juan Galli -de él se trata refiere al más contundente romanticismo y lo hace inmigrante, chacarero arrendatario en principio, y luego asociado con sus dos hermanos tan solteros y atravesados en el habla -de Castilla- como el comprar una panadería, que a la postre lo dejará dueño único previo pago de la parte a sus hermanos quienes regresan a la Península para no volver.

Están los paseos entonces con esa niña cuasi púber o adolescente o demasiado joven y más delgada y pálida que lo acostumbrado, esos largos paseos por el Veredón del Ferrocarril: ella toda de blanco, con capellina del mismo color, breves botitas oscuras y una sombrilla celeste. Él tieso, envarado, de traje impecable, botín con polainas y un leve bombín en la testa de lacio pelo rubión y muy fino, un bastón de caña y los dedos de la mano libre encastrado en los bolsillos del breve chaleco azul. Iría recitándole a Páscoli o D'Annunzio en italiano.

En la esquina, él descendía, muy caballeresco, le tomaba las manos enguantadas a la señorita delgada y entonces ella saltaba sonriendo y ruborosa, hacia la calle cargada de un fino y fastidioso polvillo.

Esta leyenda, lo advertí, termina con la muerte de ella, muy joven, hecho que, antes de producirse, provoca la promesa de él de permanecer en soltería perpetua. Se dedicó a las lecturas silenciosas cuando el arduo trabajo de la panadería se lo permitía, y de grande ya pasados largamente los setenta- emprendió el aprendizaje de la guitarra, no recuerdo si con maestro o provisto de un manual con lecciones, cuando algún vecino (molesto tal vez por sus prácticas con las cuerdas lloronas del amanecer) le inquiriera, indiscreto, por qué siendo tan mayor le daba por la música, él muy jovial y pedagógico, explicó que Sócrates tomó lecciones de flauta hasta su último día.

Recuerdo todavía, ya adolescente, trabajando en su panadería, alquilada a Alfredo Paggi, oía su guitarra monótona, ya que él ocupaba una de las habitaciones del fondo.

Era, un hombre tranquilo, minucioso, hablaba bastante bien el castellano y hacía un esfuerzo por pronunciar bien las palabras aprendidas no sólo en el trato cotidiano sino en los libros que consultaba constantemente y leía en idioma español, amén de los diarios o revistas italianas que se hacía traer.

Tenía -lo recuerdo- una transparente mirada cariñosa en esos pequeños ojos celestes.

La otra versión, que puede incluir todas estas conjeturas y aproximaciones y la salvedad hecha que sólo oí siempre por referencias de terceros esta historia, es que en la relación con esta señorita de quien nadie recuerda su nombre o apellido, no tuvo otra relación que el de clienta, en su tarea cotidiana de vender el pan y las facturas y los bizcochos, casa por casa, con esa alta jardinera que arrastraba un caballo moro que don Juan Galli manejaba con silbidos.

Y tal vez él le escribiera cartas de amor que no se animaría nunca a hacerle llegar, y que en ese tal vez podríamos conjeturar alguna serenata, con su desafinada guitarra, homenajeándola con un valsecito o un fox trot melancólico, a ella y a su indiferencia de las persianas cerradas.

Dicen que ni una vez -ni una sola vez la señorita se dignó mirar a ese gringo, que se deshacía en galanterías lejanas y que ella consideraba ridículas.

Y él, tan discreto, jamás habló de ella, o de su desolado amor sin compartir con ella y ese fracaso con ningún ser de este, para él, desolado planeta.

Y sin embargo, nunca perdió ese modo caballeresco y atento, casi ceremonioso con todos los que lo conocieron, tan buena persona, tan pintoresco.

A mi me queda la imagen de su jardinera cuando con su silbido distinto detenía el moro frente a mi casa y mi madre salía con la cesta para comprarle el pan del día y él antes de partir con otro silbido, (era el momento más esperado por mis cuatro años ansiosos) introducía la mano en un pequeño canasto y alcanzaba a mi niñez asombrada esa rica jesuita azucarada como auténtica y nunca tan bien preciada yapa.

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