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Miércoles, 11 de noviembre de 2009
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Chiche

Por Víctor Zenobi
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A Oscar Scalona

Chiche salió de la cancha con el rostro desencajado. Lo habían insultado: "Andá a jugar con las muñecas, la concha de tu madre". Tuvo un gesto con el que pareció que se iba a agarrar a trompadas, pero no; le brillaron los ojos y salió. Yo no me aguanté y con el pretexto de equilibrar el número, salí diciendo que me tenía que ir. Me apresuré hasta el vestuario donde Chiche mascaba su vergüenza y sin duda su bronca. Le dije, "vamos, que no es para tanto vos sabés como es el Papu, se calienta porque algo no sale y te grita cualquier cosa". Casi se larga a llorar pero se contuvo. "Me siento un pelotudo, viejo", dijo. (a mí, todos me dicen el viejo, pero fue como si en esta ocasión sonara distinto). "Bueno -le respondí-, todos los que todavía jugamos a algo más, cuando jugamos al fútbol, somos bastante pelotudos... Así que si es por eso". "No, no es solo por eso -replicó- en todas partes me siento un pelotudo. Con mi novia, en mi trabajo".

En ese momento, me vino algo a la cabeza: "¿Quién te puso Chiche?" Me respondió con un sesgo de desconcierto, como si le hubiera preguntado por el delantero de un club de tercera en Samarcanda. "¿Quién me puso Chiche?". Mi vieja, quién va a ser. Bueno, le respondí, podría ser tu padre. Me cortó de plano. "Mi viejo es un pelotudo". Se hizo un silencio leve, como suele ser los silencios que sobrepasan ciertos momentos. Tal vez, agregué, como si pensara en voz alta, tendrías que pensar para qué sirve un chiche... No dije más que eso. Me miró seriamente, como si de repente tomara conciencia de que lo que había pasado con el Papu tenía otra importancia. Yo me hice el tonto y seguí cambiándome, dando toda la idea de que la conversación había terminado. Y en realidad, había terminado con él, porque después, en mis clases de lógica, (todos los martes, después del partido, me esperan mis alumnos de lógica) pregunté si un nombre puede ser el signo que exprese una serie de conflictos. Algo que en lógica no puede ser desarrollado por que el nombre comporta un término dentro de una proposición, que conlleva ciertas reglas determinantes.

Uno dijo: un chiche es algo que se utiliza para jugar. Entre sonrisas, otro agregó: y para decirle a una mina que es bonita. Al cabo de un rato de discurrir sobre las aplicaciones de la palabra Chiche y después de dejar establecido, que un chiche es algo pasivo, (dijeron pasivo) que no tiene vida y que está siempre a disposición de quién lo utiliza, digamos un objeto, incluso o para colmo, en un decorado, alguien dijo: "Si mi vieja me llamase Chiche, la mataría". En medio de la risa unánime del curso, un chico demandó con cierta molestia el por qué. "Por qué, porque Chiche es un nombre que puede corresponderle a un hombre como a una mujer", fue la respuesta titubeante de otro. La duda del príncipe Hamlet derivó esa noche en otros sentidos: ¿Ser o no ser? ¿qué y para qué? o más dramáticamente: ¿para quién?

Una o dos semanas después, no recuerdo, Chiche volvió al fútbol de los martes y Oscar y yo nos preocupamos por hacer que Chiche se sintiera bien recibido, aunque de verdad no tuvimos que hacer mucho, porque la mayor preocupación que comparte el grupo, antes del partido, es que seamos los suficientes para armar dos equipos y quiénes son los que se quedan al asado posterior. Ese martes, todo transcurrió como siempre, Claudio discutiendo tal o cual infracción, el Chino tal o cual jugada, Oscar, incurriendo en la vehemencia propia de nuestra edad, que nos va despidiendo lentamente. Yo, que como dije soy el viejo, salí un poquito antes de terminar porque me esperaban los alumnos de mi clase de lógica, además, tenía una pequeña molestia en la rodilla sana y me pareció prudente. El fútbol, como tantas otras cosas, es un pretexto para lograr unos buenos momentos e incluso para que la vida cobre alguna clase de sentido. Como es propio de Oscar, que me conoce, me siguió hasta el vestuario, ya que suele llevarme en su auto, casi siempre después de una pregunta afectuosa: ¿Cómo estás o cómo te sentís? En suma, todo lo acostumbrado, salvo que sin esperarlo, también Chiche se apresuró hasta el vestuario. Sentí que tenía ganas de decirme algo pero la presencia de Oscar lo evitaba. Por supuesto, los años no vienen solos y en nuestro caso traen una suerte de saber que suele sortear la necesidad de las palabras. Oscar me miró y me dijo: te espero en el auto. Apenas salió, le pregunté: ¿Y Javier?, ¿cómo andamos? Me contestó con una sonrisa inusual: "Ya entendí, viejo, ya entendí, sólo que me sigo sintiendo un pelotudo". Le respondí, saliendo hacia la amistad compartida y fielmente discreta en los huecos fraternales, que en mi caso y en el de Oscar, son parte de nuestra vida. Si entendiste, entonces no te sentís un pelotudo, ahora, te hacés el pelotudo.

En el auto, Oscar, sin mediar alguna explicación de por medio me preguntó: ¿Cómo estaba? Le respondí con un gesto. Después nos enfrascamos como siempre entre Kierkegaard y Hegel, Monicelli y los Coen, Salgán y Piazzolla y por supuesto, cómo nos iría con nuestro amado Central, el domingo.

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