Antes los crepúsculos rodaban como peñones violetas sobre todas las conciencias en los atardeceres Ãntimos, quietos y un poco desolados. Era cuando el mundo comenzaba y, no era entonces importante un poco o mucho de tristeza, porque siempre habÃa un motivo cierto de alegrÃa, y también el sueño de uno que se inscribÃa en otro más alto, más grande, que abarcarÃa todo el futuro, donde los niños volverÃan a nacer perfectos, diremos parafraseando a César Vallejo.
De todos modos, optimismo y juventud iban de la mano, aunque Borges supo decir no sin razón que a cierta edad temprana de la vida se sienta la vocación del sufrimiento, cuanto más gratuito y cuanto más pegado a los ideales, mejor.
No era entonces raro -no podÃa serlo que tras una ilusión no importa si lejana, no importa que irrealizable, lo bueno era que una circunstancia feliz nos ponÃa con la energÃa a mil. PodÃa ser -según la edad una promesa, la de un juguete, por ejemplo, que nunca tenÃamos, o una salida al cine a ver una pelÃcula esperada, o un viaje, o, ya más grandes, una fiesta, un baile, lo posible ponerse de poder mirar unos ojos anhelados y que, en lo posible, esos ojos nos miraran. Aunque sea, un poco, nada más.
Todo esto nos servirÃa para esperar el sueño blando con una sonrisa que nuestra madre adivinaba en la profunda oscuridad.
También estaba aquella pasión excluyente de entonces, el fútbol.
Ya como meros espectadores, como hinchas o también como protagonistas de los picados de potrero o con los equipos: camisetas, pantaloncito y botines, se entiende.
También estaba aquello de cierta luz evanescente, que subÃa en los atardeceres del mismÃsimo pasto ya expuestos o expectantes de rocÃo, que vendrÃa en poco tiempo a fecundar esas hojitas verdÃsimas, alegres de tanto sol, de tanta luz, la misma luz que encendÃa hasta las más oscuras conciencias y las harÃa despertar.
Era la luz sin embargo la que iba cambiando la ilusión de las cosas y a veces las trasportaba en mera ilusión de los sentidos, sobre todo en las siestas, cuando la luz densa de octubre filtraba ese polvillo que el poder de las flores diseminaba en el aire, y el polvillo que los vehÃculos esparcÃan sobre los seres, las plantas y las cosas mismas lograban un ámbito de inusitada rareza, algo que nosotros percibÃamos aún sin observar demasiado.
Esa es la luz que llevo conmigo, la misma luz que envolvÃa a mi madre, a sus quehaceres humildes pero fundamentales para que toda la casa funcionara como una pequeña orquesta, pero en esa misma pequeñez oficiaba de orden para que el universo funcionara, los animales parieran y los pájaros cantaran en su plena testarudez, con o sin sentido, con alegrÃa obcecada, porque sÃ, porque obedecen a un orden que está por encima de la estupidez humana como esa pequeña florcita de malvón que no llega a rojo, pero se le aproxima cuasi pálido, no ostentoso, humilde, pero pleno en su esplendor que arrasa toda prevención, y alienta todo desatino, desde esas ollas viejas que ofician de macetas, y que mi madre dejó al pie del ceibo que sus manos plantaron y las dejó allÃ, con intenciones de seguir regándolas todas las mañanas, pero un dÃa no pudo, y no por olvido voluntario, sino porque de improviso emprendió ese camino que le quitó de nuestro amor para siempre, aunque duela y no haya resignación posible y uno deba recordarla -como era- en un pasado que se torna irremediable a fuerza de ser inquirido.
Pero asà son las cosas. Asà deberemos aceptarlas.
Sin embargo, otro dÃa, otra tarde se apea en mi recuerdo y no en octubre sino abril y media tarde. El perro ladra, un sulky se aproxima lentamente por esa cortada cubierta de gramilla donde nunca llega nadie, sólo tÃa ArgÃa, muy de vez en cuando y lo hace en sus viajes al pueblo desde aquella chacra lejana, más lejana y sola en mi memoria.
El caballo se detiene al chasquido seco de su látigo que golpea el aire seco, duro, como una lámina estática de aceite.
Yo estoy feliz, y no sé por qué. Tal vez alguna vÃspera de un encuentro futbolÃstico, tal vez alguna expectativa de una salida al cine ya que rara vez me concedÃan ese esperado permiso.
No sé, no sé.
A veces vuelve esa tarde y vuelve esa luz que no eludÃa mariposas porque no era la época, pero sà los pájaros que en ese tiempo eran numerosos y esquivaban limpiamente los temibles gomerazos que dirigÃamos a esa felicidad desprevenida que ostentaban un evidente desenfado, y, de vez en cuando uno caÃa con el piquito en sangre, asesinado.
¿Pagaré alguna vez aquella punta de gorriones que se transformaban en almuerzos de mi gato?
Hoy, adulto, apelo a mi inconciencia de niño, para dar una razón, a tanto daño inútil, evitable. Pero muchas veces uno -más en ese tiempo actúa por mera imitación, lo cual no quita la culpa, tal vez la morigera.
Con esto quiero dejar constancia que un dÃa de abril pudo ser confundido con el dÃa de un octubre cualquiera, por la confusión de aquella luz que ponÃa vida, esplendor y alegrÃa sobre las cosas.
O, a lo mejor, digo, la alegrÃa en mà por alguna cosa que ya no recuerdo, seguramente fútil, o no, tal vez son importantes en ese tiempo y hoy ya he olvidado, como tantas cosas en la vida.
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