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Martes, 24 de noviembre de 2009
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Pequeños escándalos

Por Sonia Catela
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Cristian abrió la puerta de atrás, arrojó a la calle el gato que maullaba, hojeó el diario, lo hizo crujir sobre la mesita del pasillo y puso llave a la cancel poco antes de que gritara mi propio despertador, 7.30, horarios que nos reglan cada día como el camino de uno de esos cortos laberintos dibujados en revistas infantiles, el que se inicia a bostezos en el umbral de salida y termina con cena ante el noticiario de las nueve en la cocinita para dos; cuando sonó el teléfono ya saltaba yo la escalera del frente hacia la parada del ómnibus, con el tiempo medido para tomarlo, pero, cosa que nunca hago, al oír el ring desanduve camino, troté puertas adentro y atendí. Cristian no había llegado al trabajo. Cómo que no. Muy raro. De aquí él salió a tiempo ¿Paro de transportes? No hay. Tampoco cortes de calles. Disculpen, si no parto a la oficina se me hará tarde. Después me comunico.

Cada quince minutos telefoneo a mi casa, ese embudo reseco; a la fuente laboral de Cristian, la tienda de electrónicos Fast & Sure donde no se registran novedades fuera de un malhumor que exhalan a través de la línea, el que me inunda los oídos y se me adentra, oruga espinosa.

Cuando reabro la puerta del frente, ya de noche, me interno en el enorme agujero que se traga mis partes. Enciendo la luz del pasillo. Busco el teléfono. Mi familia política, cordobesa, no ofrece novedades fuera del espanto que revuelve en su caldero doméstico mi averiguación. Hablo a la comisaría, por si acaso. Si pudieran preguntar en los hospitales, aunque él sale siempre con sus documentos así que de haber ocurrido algo ya me... No ha habido alertas que den cuenta de mi marido, tampoco la radio propala noticias de accidentes.

Reviso con meticulosidad los cajones de Cristian. Todo en su lugar. Controlo su ropa en el placard. Los libros en el estante de la biblioteca, los CD de música, uno por uno. Cada cosa en su sitio. Sólo una nota discordante. Algo que no encaja golpetea mis sienes. Tac tac tac. El diario. Bajo la escalera corriendo. No hay periódico alguno doblado sobre la mesita del pasillo. Aquel que Cristian hojeó, y sobre el que yo disparé un vistazo alzando los titulares destacados de este martes, desaparecido.

Él volvió, entonces, y como acto deliberado, sólo recogió el matutino. El matutino.

Diez días de agitaciones, amansadoras en pasillos y vestíbulos, reprimendas de mi patrón por demoras y retrasos, nudillos contra toda caja de la que pueda saltar el resorte de un dato. A la noche refriego y huelo las prendas de Cristian. Pero también desaparece lo que podría ser una firma viva de él; los invasores, mi olfato depredador, la sal que brota de mis ojos, destruyen lo que mi marido pudiera haber plantado como rastro de sí mismo. Pasan de las diez de la noche. Entre mocos plumereo las plantas del balconcito, sacudo el felpudo, el gomero artificial de la entrada, reviso las facturas a pagar que ya revisé a la mañana, paso el lampazo embebido en kerosene sobre el umbral de marmolito plástico.

El lunes dieciséis llega esta carta manuscrita. Por la insensatez de lo que pide y el origen que asume, desarmo pieza por pieza la ortografía y la caligrafía y las cotejo con las de mi diccionario personal. La forma de las eles, los puntos de las íes, aquel fallo en confundir desecho con deshecho. Pero no hay dudas: la escritura es de Cristian.

Viene de un país que no es éste. Pide.

Bajo condiciones apremiantes necesita tal libro de la Biblioteca Provincial. Tal y no cual. Ése. Le hizo preciosas anotaciones al margen que aún se conservan en el tomo. Cristian no puede armarse, anda de piezas sueltas y lagunas mentales que debe rellenar con la materia ausente. Tal y no cual. ¿Qué me está pidiendo? Que lo robe.

He acabado de cenar. Cambio las piedritas sanitarias de la bandeja del gato. Quito las hebras y suciedades de la escoba. Separo la basura orgánica de la inorgánica. No voy a hacer eso. Tal y no cual. Me acuesto. Me duermo. A las dos de la madrugada un estremecimiento me arroja al deber: hoy había que pasarle el renovador de lustre a la mesa. Me levanto, busco la franela, el frasco. Froto.

¿Cómo podría? Después de cerciorarme de que el título que pide Cristian no se puede fotocopiar en la Biblioteca porque la ley lo prohíbe, quedo bloqueada. Que robe ese tomo. Cada vez que me embarco en la imaginación de una estrategia que sortee la vigilancia del personal de control a la salida de la sala de lecturas, más el documento personal que debo dar en recaudo al recibir el libro, lo que me convertiría en rehén de los bibliotecarios, vuelvo a paralizarme.

Sin embargo, pese a tanto escrúpulo, a tanta limitación y cobardía, desde anteayer el tomo hurtado se clava en la repisa del dormitorio, como una horca que espera segura su turno de hacer justicia.

Cristian no aparece a buscarlo.

Tampoco recibo instrucciones suyas sobre cómo proceder con él.

Ni qué decir de la bajeza de abrirle la cartera a la cuidadora del vestuario del gimnasio, bolso que cuelga habitualmente en la silla pegada al baño, mientras ella atendía a una deportista con lipotimia, hacerme la que tropezaba, sacarle el DNI, usarlo, abandonarlo en la Biblioteca sabiendo que citarán a la pobre mujer que me saluda según mi prontuario previo el que no se ha actualizado con la incorporación de las últimas tropelías cometidas.

Hoy domingo, darle brillo al juego de cubiertos, regalo de bodas. Repasar cada copa de la vitrina. Naftalina en cajones. Qué he hecho.

...

"Si te lo propusieras, me encontrarías", desafía Cristian en su segunda carta. ¿Qué quiere decir? Oteo en sus obsesiones, sus manías. Hojeo el libro condenatorio (un tomo de Jauretche de su frustrado paso por letras). Claro, en la tarjeta de retiros, el cinco de marzo, lo hallo. Sacó el Jauretche dos días después de desaparecer. Lo atestiguan su firma, la aclaración del garabato que es su rúbrica, una dirección. Ha puesto como suyo este domicilio donde su silueta se recorta en el aire, hecha sustancia de fantasmas, borroneada. Flota por los ambientes, algo de atrás, sin olor ni materia. Una privación.

...

Me pongo a leer el Jauretche para llegar a Cristian, entenderlo. Por la lectura sacrifico el pulido del horno de la cocina, el almidonado de las carpetas, planchar las toallas.

...

¿Cómo lograr que vuelva? ¿Dónde está? Obedezco a cuentagotas cada una de las instrucciones que siguen arribando. Arbitrarias. Que me saque esas fotos que convierten en indigno a mi cuerpo, (según él, lo más natural, me extraña, obtendrá consuelo con esas imágenes, me necesita, pronto nos reencontraremos), que me embarque en trámites de objetivos sospechosos (llenar formularios, emitir declaraciones juradas tendientes a que su madre cobre cierto seguro por la muerte de él, su hijo; después tranquilizará a doña Marozzi dándole pruebas de supervivencia), que me ponga en contacto con un compinche cerrajero y es el escándalo de que abramos las jaulas del triste jardín zoológico, algo que Cristian siempre quiso hacer y a lo que me opuse sistemáticamente bajo amenaza de ruptura.

...

Este sobre trae un papel con una única línea escrita, es una dirección: Rúa Camoes 12, departamento 101, tercer piso, Lisboa.

Una dirección pero también una cita. ¿De dónde voy a sacar plata para el vuelo? Busco un bolso. Pongo el primer objeto para el viaje: El medio pelo argentino, de Jauretche. Pero cuando me dispongo a arrojar las llaves de este departamento por la ventana y quemar mis naves, me detengo. Una dirección y una cita. Pero también una corroboración. Tengo que ver qué nombre lleva él escrito en la cara. Si todavía Cristian. O si ya no. ¿Y en ese caso? ¿Y si ya no?

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