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Domingo, 29 de noviembre de 2009
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La victoria de Alfredito

Por Adrián Abonizio
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Sucedió en el Laguito, ese charco inerte, simulación de mar, con verdines de musgo, patos y algún pescado sucio rondando abajo; mientras remábamos y el aire era oloroso a sudor primero, cigarrillo fumado en cubierta como marineros que no debían salpicarse demasiado pues el uniforme estragado por las manchas habría de delatar la condición de prófugos. Eran tres lanchas cargadas de pibes chupineros. En la mía estaba Alfredo, Alfredito Soria y su cuerpo endeble y sus ganas de mear. Pidió entre risas y la canoa se bamboleó. El que guiaba pareció no escuchar. La única forma era arrimarse a la islita del centro, pero a Alfredito nadie le daba bola. Ví su cara, conocía su pavor al agua y sus orines que escapaban rápidamente si no encontraban un continente.

Sabía que los guerreros que manejaban al galeón no le iban a dar un cuarto de bola. Meá ahí, por el costado. Alfredito hizo una mueca: Para él aquello era una hazaña, lo intentó hasta que el demonio que timoneaba chistó y tuvo la bohomía falsa de acercar la canoa extendiendo un remo para que Alfredito se apoyara y ya en tierra firme pudiera desaguar. Pero cuando ya estuvo empezó a volverse y Alfredito entendiendo la maniobra de abandonar al náufrago saltando como pudo hacia la canoa pero en ese gesto aéreo y desopilante fue cuando se meó íntegro.

Al día siguiente pasaría lo que debía pasar. Me sucedió a mi cuando me castigó fiero el Chino y pedí ayuda refugiándome en la pizzería. Me tildaron de cagón. Le pasó al Daniel cuando su mamá, peluquera aprendiz tuvo un mal día con las tijeras y lo desgració pelándolo. Todo el colegio lo recibió burlándose. Y ahora, claro esperaban a Alfredito. Fue recibido en el recreo largo al grito de "!meón, meón!" y allí las damas se enteraron de todo y allí Alfredito fue muerto, crucificado y elevado a un cielo de Orines, Verguenza y Peste de donde no pudo volver por semanas. Yo miré para otro lado: Conocía el sesgo y contra la multitud encarnizada nada puede hacerse más que dejarse morir.

Alfredito estaba rojo e invariablemente y para dicha absoluta de todos volvió a mearse, esta vez en unos jeans que traía, blancos, nuevecitos, infamantes. Luego se sucedieron lluvias menudas, crispaciones heladas del cielo, olor a pintura hasta que con el sol renació la guerra: Fue en otro recreo largo donde la turba exaltada armó un círculo alrededor de la contienda. Me acerqué. Era Alfredito explotando y recibiendo a lo pavote mientras volaban sus lentes, su corbatín y la sangre le manaba por toda la cara. Entonces el milagro: Un cortito espúreo, mal sacado rozó la mandíbula del grandote, un tal Gerónimo que era el que lo estaba castigando y todos vimos como una magia fenomenal volar por el aire el diente del tipo de sexto. Entonces Alfredito, hecho un guiñapo lo empujó contra el macetón donde el Gerónimo ya no se levantó hasta que como en el boxeo sonó la campana. Paradójicamente el primer auxiliado no fue el grandote, sino Alfredito, la cara escurridiza de por sí, se había vuelto un mazacote espantoso de manchas oscuras. Levantaba los brazos mientras lo llevaban como a un comatoso hacia el aula. Se miraba la entrepierna y gritaba con su vocecita de roedor. !No me meé!, !putos!, !no me meé!, mientras a chorrros la sangre lo seguía sin mezclarse ni en una sola gota con el orín que no estaba.

Gerónimo, íntegro pero sin su diente lo quería perseguir para destruirlo y enmendar el equívoco de haber caído, pero entre todos lo maniatamos. Perdiste, le dije al oído. !Qué voy a perder, tenía el diente flojo del dentista, por eso!, !déjenme, déjenme que lo sacudo!, más no lo dejamos. Saboreamos la victoria de Alfredito como propia porque nadie se le había atrevido a Gerónimo nunca y porque en el fondo, todos le temíamos igual que a la tenebrosa islita donde quisimos dejar abandonado a Alfredito y él no solamente no escondió el terror sino que aguantó y esperó por el desempate.Pero la historia que suele ser escrita con mano injusta, lo inscribió para siempre como Alfredito, El Meón.

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